El polvo amarillo volaba empujado por la suave brisa. Era un viento poco refrescante. Lo único que hacía era desplazar el insoportable calor de un lado a otro. La mitad de los habitantes de la pequeña ciudad se apretaban en medio de la calle, abanicándose las moscas con los sombreros. La plataforma de madera parecía un altar al cual adorar. La cuerda de la horca era su cristo particular.
—Yo le guardaré el sombrero —se ofreció el ayudante del sheriff.
—Gracias; pero, no gracias. A donde voy pienso llevármelo —respondió la figura condenada, que a partir de ahora llamaremos X. El porqué de tan escueto apodo es tema para otra ocasión, y en otra ocasión será contado. Sigue leyendo