Un día entre el polvo y la soga.


   polvoysoga

   El polvo amarillo volaba empujado por la suave brisa. Era un viento poco refrescante. Lo único que hacía era desplazar el insoportable calor de un lado a otro. La mitad de los habitantes de la pequeña ciudad se apretaban en medio de la calle, abanicándose las moscas con los sombreros. La plataforma de madera parecía un altar al cual adorar. La cuerda de la horca era su cristo particular.

   —Yo le guardaré el sombrero —se ofreció el ayudante del sheriff.

   —Gracias; pero, no gracias. A donde voy pienso llevármelo —respondió la figura condenada, que a partir de ahora llamaremos X. El porqué de tan escueto apodo es tema para otra ocasión, y en otra ocasión será contado.

   —Con el sombrero, no le cabrá el saco en la cabeza.

   —Pues a la mierda el saco.

   —No creo que el sheriff quiera dejarle ahorcar sin el saco. Pero podemos intentar cumplirle una última voluntad.

   —Está bien. Quiero dejarme el sombrero —pidió X con una sonrisa picara en los labios.

   —A la mierda el saco, entonces —se resignó el ayudante tendiéndole la mano.

   X bajó de la carreta enrejada con la ayuda del alguacil. Le pusieron las manos a la espalda y las apresaron con unos fuertes grilletes.

   —Espero que no le apriete demasiado —se disculpó el ayudante.

   —Yo espero que no me apriete demasiado la soga —replicó X.

   —Una dama no debería pasar por esto.

   —Por suerte yo no soy una dama —agregó X, soplando para apartar uno de sus largos mechones pelirrojos de la cara.

   X comenzaba a subir los peldaños de la plataforma en dirección a su cita ineludible con la cuerda. El sheriff escupió cuando pasó frete suyo, y la reseca tierra absorbió el esputo muerta de sed.

   —No parece que te avergüences —recriminó el sheriff.

   —No tengo porqué hacerlo —respondió ella con la frente alta.

   Sus crímenes eran variopintos, eso sin duda. Entre ellos estaban, el robo de un banco; atraco a una diligencia oficial; allanar la casa de un alcalde y por último dos asesinatos. De los dos muertos sólo uno era importante para la ley. Se le acusaba de matar a un banquero. El otro muerto era un negro, un maldito esclavo fugado. Ése no le importaba a nadie. Bueno, a nadie excepto a X. Le importaba mucho ese negro. Tanto como le importaba el hecho de que no lo había asesinado ella.

   El alguacil le quitó el sombrero. Su brillante melena roja se derramó sobre sus hombros. Todos los espectadores, menos uno que atendía su reloj, se sorprendieron ante la belleza de la bandolera. A ella no hacían más que ofenderle las miradas lascivas de algunos hombres. Sí, era hermosa, ¿y qué? El alguacil deslizo la cuerda hasta llegas a su cuello.

   —Ponme ya el puñetero sombrero —ordenó X.

   —Sí, cla-claro —tartamudeó el ayudante.

   X echaba de menos el revolver. Había llegado a acostumbrarse a su peso en la cadera. A la sensación de poder y protección que daba cuando lo tenía entre sus manos. No es que ahora se sintiera desprotegida. Un destello luminoso, encima del tejado de una posada, la tranquilizaba. La hacía sentir acompañada.

   —Ya conoces tus delitos —dijo el sheriff, más para el espectáculo que para la acusada—. Se te ha sentenciado por ellos, a una ejecución pública por ahorcamiento.

   X admiró al gentío. Ese conglomerado de personas, con sus ropas desgastadas por el sol. No tenían ni idea de lo que pasaba realmente. No lograban ver más allá de las moscas que volaban ante su cara. ¿Creían que la iban a colgar por unos muertos de mierda? Tonterías. Su verdadero crimen era haberse acercado demasiado a la verdad. Cada uno de sus pasos había ido encaminado en ese sentido. Cada vez estaba más próxima a descubrir la identidad de los hombres ocultos. Esos que jugaban al ajedrez con gran maestría, y pretendían dirigir sus pasos y los de todo el mundo. Pero ella movía cada pieza con sumo cuidado. A veces, cuando parece que has perdido a tu reina en el tablero; no es más que un pequeño sacrificio, un amago. Una jugada de distracción, planeada para que  tu oponente se muestre.

   El sheriff colocó la mano sobre la palanca que abría la trampilla. El destello luminoso sobre el tejado de la posada, le recordó que nunca había estado sola.

   X observó a la multitud y comprendió que el hombre del chaleco elegante, ese que miraba su reloj de bolsillo con gran atención, estaba fuera de lugar. Su oponente se había descubierto.

   —¿Unas últimas palabras? —preguntó el sheriff.

   —Tengo unas ideales. —X sonrió al hombre del reloj—. Jaque mate.

   El hombre le hizo una seña casi imperceptible al sheriff. Éste activó la palanca. El resorte saltó abriendo la trampilla, al mismo tiempo que un rifle tronaba desde el tejado de la posada.

   Una bala cruzó el aire y el polvo con la intención de partir la cuerda de la horca.

Escrito por: Luis A. R. Selgas.

3 comentarios en “Un día entre el polvo y la soga.

    • ¿Ves lo que se siente? No, de momento no hay ninguna continuación. Quizás el relato siente las bases para algo; pero no sé si lo escribiré. Si quieres te presto a la pistolera X para un relato. Es más, te reto a ello, seguro que le pondrías el toque que le hace falta.
      Un saludo y nos leemos.

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      • Touché, jeje

        Me gustan tus retos (ya tengo apuntado el de Cliff) pero esta pistolera es «tuya» y no siento que le falte nada….
        Aunque, sí quieres, podemos escribir algo a cuatro manos. Últimamente lo he hecho alguna vez y las experiencias han sido muy buenas! 😉

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