Jovenes Dioses – Tormenta.


tormenta

-Lo que es imposible para el hombre es posible para Dios.

                                                                         Lucas 18:27

   Los dos grupos estaban preparados suspendidos en el aire. Los pies de cada uno de los jugadores estarían… ¿A cuanto? ¿Veinte mil pies más o menos? Y en el centro de los catorce muchachos flotaba Gadamea, la señora institutriz. El cielo que los rodeaba era de una tonalidad celeste refulgente. Un color que sólo los dioses podrían apreciar; y es que ellos era dioses. Jóvenes; pero dioses al fin y al cabo. Gadamea alzó los brazos, apretó los puños y las partículas de humedad suspendidas en el aire comenzaron a condensarse a una velocidad simplemente creacionista. La ligera niebla se transformó en nubes, y éstas pasaron del blanco al gris oscuro en un instante. La institutriz chasqueó los dedos y los catorce jóvenes voladores sintieron como las moléculas de agua se cargaban de electricidad.

   El terreno de juego era todo el globo terráqueo, los equipos estaban preparados con sus siete jugadores vestidos en rojo y negro respectivamente. Algunos llevaban hombreras y protectores de plata y cristal thalino. La tormenta era un juego duro, y no todos los dioses sabían regenerar sus miembros perdidos. Cualquiera diría que lo único que faltaba era una pelota. Pero la tormenta no se juega con un balón. Cada participante llevaba su propia esfera divina rotando sobre sus cabezas. El objetivo del juego era esperar, perseguir y atrapar al rayo dentro del orbe; y con él marcar en el suelo, antes de ser interceptado por un compañero del equipo contrario. Jamás ha hecho falta que un árbitro determine si se ha marcado, el sonido del trueno lo dice todo.

   D´hilao se ajustó la capucha de color rojo. No sabía que era mayor, si el miedo o la emoción de su primer partido de tormenta. Los dioses del otro equipo eran indudablemente más grandes y fuertes que los del suyo, a excepción de Tastro. El capitán rojo era fuerte y corpulento; pero él y D’hilao no se llevaban bien, no le prestaría gran ayuda en un momento de necesidad. Repasó mentalmente todo lo que había estudiado sobre estrategias de juego y se dio cuenta de algo, definitivamente tenía más miedo que emoción. Gadamea extendió un brazo. De él pareció soltarse una fina cuerda luminosa. Agitó el látigo y un haz subió al cielo. Las nubes chisporrotearon; se iluminaron algunas zonas lejanas y se escuchó el retumbar eléctrico. Gruesas gotas de lluvia bañaron a los muchachos. El juego estaba a punto de comenzar. Entonces hilos de color blanco brillante asomaron entre las nubes, retorciéndose y entrelazándose. “Allí está el rayo, vamos a por él.” Los catorce se lanzaron a su captura, D’hilao era el cuarto más cercano. Delante de él estaban dos dioses del equipo negro y Tastro con su uniforme rojo. Los dos oponentes chocaron con su compañero, para impedirle seguir el vuelo; pero Tastro los cogió a ambos y se precipitaron bajo las nubes. Ahora D’hilao estaba en cabeza y se aproximaba sin dilación. La prodigiosa velocidad de los dioses no era suficiente para ver el rayo con facilidad, sin embargo para ellos era algo apreciable, no sólo un fogonazo de luz, como les parece a los mortales. D’hila detuvo la orbita de su esfera, la cogió con ambas manos y aceleró poniéndose delante de la centella, sin acordarse de calcular la atrapada. El choque provocó una explosión, y el joven salió disparado despidiendo chispas a su alrededor. Un dios del equipo negro estaba cerca del rayo, se aproximó y cuando estaba a punto de atraparlo pareció convertirse en un borrón. Un instante después llevaba el orbe chisporroteante con el relámpago en su interior. “Eres un idiota —pensó D’hilao—. Te has olvidado de manipular el tiempo.” El jugador negro emprendió vuelo en dirección al suelo, para marcar. Fros y Dempos, vestidos de rojo, aparecieron abajo del portador y se lo llevaron por delante produciendo una nueva explosión. El rayo salió en la dirección de D’hilao, paso retumbando por su oreja mientras él se quedaba pasmado.

   —Atrápalo, estúpido —bramó Tastro, demasiado lejos para perseguirlo.

   D’hilao voló hacia el haz plateado, se acercó lo suficiente y calculó la aceleración. Según el reglamento cada jugador podía ralentizar el tiempo cinco micras, cada vez que intentaba hacer una intercepción. El tiempo se volvió una sustancia espesa. D’hilao podía ver cada uno de los hilos de luz que formaban el rayo. Lanzó su esfera, y cuando pasó por delante de la luz, la atrajo con su gravedad. Tenía el orbe en la mano, y por todo su brazo podía verse correr el haz eléctrico con gran potencia. Bajó a toda velocidad y dejó atrás la capa de las nubes. Sus ropas estaban empapadas; pero se iban secando a medida que descendía más rápido que la lluvia. El suelo era azul, se encontraban en mar abierto. Apenas le quedaban unos ciento cincuenta metros cuando un orbe se estrelló contra su cara. La sangre celeste manchó su rostro y la capucha roja; pero no soltó el rayo. Dio unos giros sin control en el aire y sintió como lo placaban desde su espalda. El relámpago se le escapó y fue a parar a la esfera de Viorel, que vestía de negro. El muchacho trató de descender para marcar, pero tres compañeros rojos estaban más abajo para interceptarlo. Viorel lanzó su esfera divina con toda su fuerza, e impactó con la superficie del agua. Una columna luminosa unió el cielo y el mar y el trueno se hizo sentir con su mayor estruendo. El equipo negro había anotado.

   —¿Eres imbécil o qué te pasa? —le gritó Fros—. Si estás a menos de doscientos metros tienes que lanzar la esfera. Ahora ganan 2 a 0. Y todo porque querías depositar el trueno —Se le llamaba depositar el trueno llegar a tierra junto con el rayo, esto valía 4 puntos; pero también era mucho más arriesgado.

   D’hilao sabía que en la emoción del momento había cometido una estupidez. Se limpió la sangre de la nariz y las gotas celestes se diluyeron en el mar. Escucharon un rugido a lo lejos, y supo que el equipo negro había marcado otro tanto a varios kilómetros de allí. El marcador se mostraba en todas las esferas y era 4 a 0 en su contra.

   —Vamos, no podemos dejar que se separen los equipos. Debemos dar apoyo a los demás —ordenó Tastro y los cuatro rojos volaron hacia el origen del trueno, acompañados por los tres miembros del equipo negro.

   El partido continúo y tronaron los goles de ambos equipos. Placajes y explosiones fueron repartidos igualitariamente. D’hilao lo hacía lo mejor que podía; pero le faltaba mucha experiencia. Planeaba entre los edificios de una ciudad costera, cuando un oponente perdió el rayo. D’hilao fue a su captura, y cuando estaba a punto de atraparlo, Viorel manipuló la densidad del aire a su alrededor haciendo que perdiera altura. Era una estrategia de nivel avanzado; pero legal. El novato se estrelló contra un rascacielos, destrozando una pared de cristal. Las ventanas se recompusieron inmediatamente y D’hilao salió por el lado contrario, estallando otro grupo de ventanas que quedaron intactas. El joven dios escuchó como los mortales dentro del edificio se quejaban de la repentina ráfaga de viento. Ellos no podían verlos ni sentirlos. Los mortales eran tan insignificantes que no podrían percibir a un dios ni chocando con él. Otro trueno provino de lo alto de un tejado. Viorel gritaba eufórico cogido a la punta de un para rayos. Las esferas marcaban 12 a 10. El equipo rojo seguía perdiendo.

   —Vamos D’hilao, no te quedes atrás. No podemos romper el grupo, no quiero truenos sorpresa —instó Tastro.

   Dos chispas de rayo se divisaban en las nubes, los empapados todopoderosos las siguieron. Antes de salir volando, D’hilao vio como uno de los jugadores del equipo negro se separaba. Iba tras un tercer rayo que se alejaba en dirección contraria. Decidió desobedecer al capitán para no permitirle al equipo contrario estallar un trueno por sorpresa. Voló fuera de la ciudad y se dio cuenta que la lluvia estaba amainando, el partido estaba a punto de llegar a su fin.

   Los dos dioses atravesaron kilómetros tras aquel rayo que no se dejaba interceptar. Pasaron por encima de una ancha autopista, empujándose a cada metro. Siguieron cuando en el suelo sólo se divisaba una larga y angosta carretera. Y se lanzaron al ataque cuando en el horizonte se dibujaba la silueta de un pequeño pueblo. Craxis, el jugador negro, se abalanzó sobre el haz eléctrico. Detuvo el tiempo y D’hilao pensó que había perdido. Su contrincante tenía el rayo. De pronto se formó una pared de luz en frente y Craxis chocó contra ella. D’hilao entendió que la institutriz lo había penalizado, había ralentizado el tiempo más de cinco micras. El rayo rebotó y el novato paralizó el tiempo lo necesario para atraparlo. El eco de un trueno provino de la lejanía. En el momento que la lluvia cesó el marcador era 14 a 10. Habían perdido…

   D’hilao tenía la esfera electrificada cuando escuchó otro trueno. 14 a 12, el partido aun no había terminado, tenía que caer al suelo la última gota de lluvia antes del fin. Miró la tierra y vio como las gotas se precipitaban. Aceleró, pero no caería a tiempo. Hizo un pequeño ajuste y aumentó la densidad de su cuerpo, multiplicó la gravedad que lo atraía a la tierra para que su caída libre fuese sustancialmente mas rápida que la del agua. Ése era el verdadero objetivo del juego. Jugar a ser dios. Vio como la última gotita de agua quedaba atrás. Carxis trataba de alcanzarlo; pero no podría, él era mas rápido, él era mejor dios. En el suelo lo esperaba un extraño paisaje, había decenas de piedras rectangulares ordenadas en filas. Giró, para caer de pie flexionó las piernas y clavó la esfera en la húmeda tierra. Las piedras y hojas secas saltaron por los aires. La columna de luz lo envolvió y el rugido fue tan devastador como la emoción que sentía. 14 a 16. Eso era ganar, eso era ser un dios.

   Cuando el eco se calmó, D’hilao alzó la mirada a las alturas y gritó pletórico. Craxis se alejaba derrotado en la oscuridad, pues ya era de noche. Se limpió la poca sangre que aun corría por sus labios y se sentó sobre una de esas piedras rectangulares. Se sentía omnipotente. Todo era insignificante, el rayo, el trueno, la lluvia, su esfera divina, la gran esfera azul, que era el mundo donde jugaban a la tormenta. Parecía más grande que su orbe, pero no dejaba de ser un simple mundo creado por otro dios. La piedra era insignificante, los mortales que ignoraban su existencia eran insignificantes. Prestó atención a la piedra rectangular, había cientos. Una decía: “Mauricio Floret 1945 – 2007. Estimado padre y esposo.” “¿Qué es este lugar? —se preguntó—. ¿Será uno de esos lugares donde los mortales dejan a sus muertos?” Aguzó sus sentidos y pudo ver bajo tierra los cuerpos putrefactos de seres humanos. Un cementerio. Era tétrico, daba repelús. Eran muy raros, sin duda, estos seres humanos. Entonces sintió a alguien vivo. A unos setenta metros de él había una muchacha plantada sobre otro cuerpo enterrado. D’hilao sintió su código genético, la muerta era su madre. La insignificante joven tenía la mirada perdida en el horizonte. Tenía unos bellos ojos color ámbar. Un lacio cabello castaño y unos labios tristes y asustados. Desprendía tristeza y dolor. “Es una lastima que seas sólo una mortal —pensó—. Una simple e ignorante humana, tan débil que es incapaz de ver a un dios.” D´hilao sintió algo diferente en esa chica. Algo extraño en su mirada perdida. Y es que no estaba tan perdida. Miraba algo. El dios se giró, no había nada digno de mirar. “No es posible —se dijo—, no me puede estar viendo a mí.” La chica no miraba al horizonte. “Los mortales no son capaces de mirar a un dios.” Sin embargo ella lo veía. Observaba al joven que jugaba a ser Dios.

   La esfera divina de D’hilao describió una orbita sobre su cabeza.

   —¿Qué eres tú? —preguntó la insignificante humana al joven dios.

Escrito por: Luis A. R. Selgas.
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4 comentarios en “Jovenes Dioses – Tormenta.

    • Hola Sarisha. Me alegra que te guste mi relato. Sin duda hay más, pero aun estoy construyendo el mundo donde existen estos jóvenes dioses. Seguramente volveré sobre ello, pero poquito a poco. Un saludo y nos leemos.

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