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Lo más sencillo era confiar en la absoluta voluntad de Dios. La pequeña niña siempre lo había sabido, su madre se lo había inculcado desde que tenía memoria. El claro reflejo de sus creencias estaba plasmado por todo el cuarto. Era la habitación especial de mamá, donde venía a rezar cada día. Todas las cruces, estampas y figuras de la casa se encontraban allí. A su padre no le gustaba todo aquello. Él lo consideraba superstición; pero nadie podía quitarle a mamá su rincón especial. Ese sitio era sólo para ella… y para la niña, por supuesto.
La pequeña se subió al taburete y dejó sobre la mesita la figura de Jesús, no antes de darle un beso en la frente. Agradecía a Dios muchas cosas, que su madre estuviera de vuelta en casa era una de ellas. Salió del cuartito y cerró la puerta, se guardó la llave en el bolsillo del vestido rosa y corrió para subir las anchas escaleras de madera que daban a la segunda planta. A la niña le encantaba la casa de las afueras. Era el lugar adonde se iba la familia cuando querían descansar de la ciudad. Era grande y moderna, tenía todo lo que una niña pudiese desear; una habitación enorme con todos sus juguetes, un parque con columpios en el patio, un jardín que daba directamente a una arboleda en la parte de atrás y lo más importante, todo el aire puro que pudiese necesitar mamá para ponerse bien. Cuando la niña llegó al segundo piso, no pudo reprimir la necesidad de asomarse por el balcón. Un día espléndido le devolvía la mirada desde el otro lado del pasamanos. Sigue leyendo