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Pasaron minutos interminables. Transcurrió una hora que se hizo infinita. La pequeña no se movía de la sillita, frente a la imagen de Jesús, en la habitación especial de mamá. Rezaba a Dios porque todo saliese bien. Pedía e imploraba a ese hombre del paraguas porque mantuviese el corazón de mamá latiendo. Podía crear lluvia, podría hacer cualquier cosa. María abrió la puerta, tenía el teléfono en la mano y en el rostro una expresión de consternación y pena.
—Es tu padre. —La niña le arrebató el aparato con una fuerza impropia de sus pequeñas manos.
—Hola, papi. Mamá está bien, ¿verdad? Sigue leyendo