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Pasaron minutos interminables. Transcurrió una hora que se hizo infinita. La pequeña no se movía de la sillita, frente a la imagen de Jesús, en la habitación especial de mamá. Rezaba a Dios porque todo saliese bien. Pedía e imploraba a ese hombre del paraguas porque mantuviese el corazón de mamá latiendo. Podía crear lluvia, podría hacer cualquier cosa. María abrió la puerta, tenía el teléfono en la mano y en el rostro una expresión de consternación y pena.
—Es tu padre. —La niña le arrebató el aparato con una fuerza impropia de sus pequeñas manos.
—Hola, papi. Mamá está bien, ¿verdad?
—Hola, cariño… —dijo la débil voz del hombre—. Ahora mismo voy para casa.
—Vienes con mamá, ¿verdad? Su corazón durará años, ella me lo dijo.
A continuación no hubieron palabras, sólo un sollozo apagado del hombre.
—¿Dónde está mamá? Ponme con mamá.
—Cariño… Voy para casa. Te quiero. —El teléfono se cortó.
La pequeña se quedó un instante sin reacción alguna. ¿Su padre realmente creía que al no decirle lo que había ocurrido ella se sentiría mejor un rato? Ella no era tonta, sabía que todo había ido mal, muy mal. Pero también sabía la manera de arreglarlo, lo había visto en el bosque, con su traje y su paraguas. Mamá siempre tuvo razón, las cosas sucedían porque dios todopoderoso así lo quería. Soltó el teléfono y la cruz que llevaba en las manos, ahora mismo parecían objetos sin importancia. Se detuvo enfrente del ventanal del balcón y se arrodilló juntando las manos.
María no supo que hacer. Si hablarle, abrazarla, sostenerla en brazos. Decidió dejarla reaccionar como desease, y si quería quedarse rezando ante la lluvia que se deslizaba por los cristales, que así fuera. La muchacha acercó una silla y se sentó detrás de la niña, llorando en silencio para no perturbar su plegaria.
—Dios, por favor; sé que nosotros debemos parecerte insignificantes ante tu poder, lo he sentido; pero debes comprender que lo que ha sucedido hoy es tu responsabilidad. Tú hiciste llover, tú cambiaste el mundo. Mi mamá no puede morir, no puedes permitirlo. Tráela de nuevo a casa, tráela nuevamente conmigo. Te lo suplico, sé que me viste, sé que me sentiste. Si soy tan importante como para que me hayas visto cumple mi deseo. Es tu responsabilidad.
Y así continuó, durante más de una hora, en la larga espera. Rogando al dios que provocó la tormenta.
María se había quedado dormida. El agotamiento mental había sido demasiado para la niñera. Un trueno hizo retumbar las paredes despertándola. Entonces se escuchó el motor de un coche y las luces delanteras iluminaron la entrada de la casa. La niña dejó su plegaria y se precipitó hasta la puerta. El padre entró en el salón totalmente empapado. Tenía la cara hinchada y los ojos enrojecidos. La tristeza que desprendía no le impidió abrazar con fuerza a su hija. La apretó como nunca antes había hecho.
—¿Dónde está mamá? —preguntó ella.
—Cariño… lo siento. Mamá no…
—¿No vino contigo?
—Cielo, mamá estaba muy débil. ¿Recuerdas que estuvo muy enferma?
—Lo recuerdo, pero ya tiene un corazón nuevo. Fue un regalo de dios.
—Bichito…
—No me digas así. Sólo mamá me llama así.
—Cariño. El corazón no aguantó. Tu madre ha muerto.
—No es cierto —gritó la niña—. Mamá está bien. Él hizo que lloviera, por eso no vino la ambulancia. Pero yo le rogué para que trajera a mamá.
—¿De quién estás hablando? —preguntó el padre desesperado.
—De dios… Es el responsable, él tenía que hacer que viviera.
—Nadie hizo que lloviera. Nadie hizo que tu madre se pusiera enferma.
—¿Dónde está? —chilló la pequeña— Mamá, ven mami.
—Mi vida, tu madre no va a venir —dijo el hombre reteniendo la pataleta de la niña tan suavemente como le era posible.
—Mentira, él puede hacerlo todo. —una tierna manito voló y le dio un bofetón a su padre.
La niñera trató de tranquilizarla, pero también le fue imposible retener las patadas y zarandeos de la niña. Se soltó y salió corriendo por el salón.
—No me toquéis. Quiero a mamá.
—Mi amor, mamá no está.
—¿Dónde está? ¿Dónde? —Ni una lágrima derramaban los ojos ambarinos de la niña. Rabia y odio era lo que desprendían.
—Mamá nos ha dejado. Mamá murió.
Entonces se desató la ira. Un grito capaz de desgarrar almas cruzó la estancia, salió de la casa y llegó atreves de la arboleda a oídos de Él.
—No, no, nooooo. Ella sigue viva. Quiero que esté viva. Todo es culpa de Él. Él me la quitó.
Ella corrió hasta la puerta del jardín y salió para enfrentarse a la tormenta. El padre la siguió, pero resbaló en el suelo mojado dándole a la niña mucha ventaja.
—Devuélvemela —aullaba entre los arboles—. Tú te la llevaste.
Buscaba al hombre del paraguas, pero no estaba en el claro. Sintió en el aire y en la lluvia su resplandor. Ese brillo inexistente que denotaba la importancia del dios. Corrió por una colina, seguida de cerca por su padre. Ella sólo deseaba encontrarlo, pedirle cuentas, reclamarle que le devolviera la vida a su madre. El viento, las hojas y las ramas se habían aliado en su contra. La empujaban, la rasgaban, le impedían la vista. Entonces pisó una roca desprendida y cayó deslizándose por el camino de tierra, como si fuera un tobogán de fango. Su padre pudo sujetarla justo a tiempo para evitar que se hiciera daño; pero el hombre rodó sin freno golpeándose las piernas contra un tronco muerto.
La niña se levantó un poco magullada y sucia sin darse cuenta de la llamada de su padre. El resplandor estaba frente a ella. El hombre del traje, el dios, estaba delante. Parecía levitar en el aire. Se cubría con el paraguas, ni una gota tocaba su inmaculado cuerpo. El viento lo esquivaba sin mover ni un solo cabello de su sitio. El padre se arrastró horrorizado al ver hacia donde se aproximaba su hija.
—Tú me la quitaste —chilló la pequeña tratando de vencer a la tormenta.
—Cariño, no vayas allí. Espera —imploraba el padre sin poder ponerse de pie.
Cada firme paso de la niña dejaba su huella en la tierra empapada. Su mirada de furia se clavaba en la espalda del todopoderoso que le arrebató lo que más quería.
—Tú la mataste —rujió desgarrando su garganta y el tejido mismo de la realidad.
El dios se giró y le prestó atención.
—No puedes venir aquí a jugar con nosotros. Cambiar el mundo y pretender que no haya consecuencias.
El dios arrugó la nariz. Veía una niña gritando en el suelo, su padre se arrastraba en su busca temblando de pánico. ¿Acaso le hablaban a él?
¿ME HABLAS A MÍ?
—Te la llevase. Cambiaste el sol por la tormenta y eso la mató.
—No sigas, ven aquí por favor —llamaba el padre.
—Mi madre confiaba en ti, o en otro como tú. Le he pedido por ella y no ha servido de nada. La habéis matado.
El dios comprendió. Miró al cielo y se dio cuenta que su pequeño experimento había afectado la realidad de una manera que no había calculado, o no le había importado calcular.
—Para vosotros somos poco más que hormigas. Quizás incluso menos. Somos como el polvo en las patas de las hormigas. No os importamos, nunca os importamos. Y aun así engañáis a personas como mi madre. Le hacéis creer que veláis por ellas. Y a vosotros sólo os importa mirar como llueve.
NO ES VERDAD. SOIS MUY IMPORTANTES.
La niña seguía caminando sin mirar a sus pies. El dios levitaba en el aire, más allá del borde de un profundo barranco. El lejano suelo no era visible en la tempestad. La pequeña puso un pie fuera del suelo sin importarle en absoluto lo que iba a pasarle. Mamá ya no estaba, la quería de regreso, el resto del universo podía desaparecer. Cien metros de caída libre no cambiaría eso.
Una mano se cerró con fuerza entre los pliegues de su vestido impidiéndole terminar con el último paso. El padre estaba en el suelo, totalmente cubierto de lodo, sosteniendo a su hija.
—Sofía, allí no hay nada. Sólo un abismo. No sigas o te matarás —gritó el hombre, casi sin fuerzas.
—Quiero a mi madre —continuó gritando la niña—. Devuélvele la vida. Mátame a mí, tráela a ella.
El dios sintió lastima de la joven mortal. El remordimiento lo invadió y trató de acariciar su carita con ternura para reconfortarla.
El padre estiró con sus últimas energías haciendo perder a la niña el equilibrio. Cayó de espaldas en sus brazos y él la abrazó con fuerza para que no se escapase más. Ella siguió luchando, lo mordía y arañaba, pero el hombre no la soltaría, le iba la vida en ello, era lo único que le quedaba.
—Sofía, allí no hay nadie. ¿No lo ves? Mamá murió. Nos ha dejado, pero nadie tiene la culpa. No me dejes tú también.
Sofía seguía mirando fijamente el aire. Ella sabía que estaba allí, podía verlo claramente. Siguió gritando una y otra vez, culpando a ese ente superior, a ese todopoderoso que los trataba sin importancia. Lo miraba con odio y rencor, un odio que no se disiparía nunca.
—Devuélvemela, devuélvemela, devuélvemela —continuó Sofía cada vez con la voz más apagada. Tratando de zafarse de la presa de su padre—. Devuelvemelaaaaaaaa.
El dios la miró con su profunda mirada que contenía el universo. En el interior del paraguas había una pequeña esfera rotando suavemente, brillaba con un color celeste eterno. Se sintió extraño, como fuera de lugar ante la tristeza y la rabia de la niña. Entonces una lágrima de impotencia brotó de los ojos culpables del todopoderoso, implorando por un perdón que nunca llegaría.
NO PUEDO —fue lo último que dijo antes de desaparecer. Esas serían las dos palabras que Sofía recordaría por el resto de su vida.