La niña y el Camino – parte 1: Sigue las pistas.


 Relato por entregas: 1 de 4

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Héctor escuchó la campanilla de la puerta de cristal mientras entraba en la tiendesita de antigüedades de su padre. Venía a buscar a su hija Diana, como hacía cada tarde, tras un duro día de oficina. No le hacía mucha gracia tener que dejar a la niña al cuidado de Octavio. Aunque era un abuelo atento, como padre había dejado mucho que desear. Y había sido mucho más negligente como esposo. Cuando su madre enfermó 13 años atrás, Octavio había sido poco más que un fantasma, ausente la mayoría del tiempo.

Héctor fisgoneó las mesas viejas y las estanterías restauradas mientras se paseaba en busca de la niña o su abuelo. Las repisas estaban llenas de ingentes cantidades de libros de todo tipo. Y en la mesa central el precioso ferrocarril de juguete que tanto había adorado su madre. Cuando niño había descubierto la lectura en esas paredes. Permanecía miles de horas pasando página tras página, deseando que aquellas aventuras épicas pudiesen hacerse realidad. Pero es que para un niño, todo lo que pueda imaginar es real. La misma Diana volvía cada tarde a casa contando las grandes odiseas que había vivido cuando el abuelo no la miraba.

Llamó a la niña sin respuesta, no parecía haber nadie en el repleto local. Era algo muy poco habitual, aun más teniendo en cuenta que la puerta estaba abierta. Se dio cuenta de que sobre la pequeña mesa infantil de lectura había un libro abierto, y pegado a la página, un cuadradito amarillo de papel. La nota decía, “Sigue las pistas – Pg 142”. Miró el lomo del libro, era “La isla del tesoro”. A su hija siempre le había gustado dejar pistas por cada rincón, como un juego de adivinanzas constante. Si las seguía, quizás encontraría su escondite. Recorrió con los dedos las hojas hasta llegar a la indicada. En ella, otra notita rezaba, “Piérdete con ACD”. Pensó durante un momento y luego se fue hasta un estante donde había libros de HG. Wells, Julio Verne y demás de aventura fantástica. Cogió de allí un librito con tapas desgastadas que se titulaba “El mundo perdido de Arthur Conan Doyle”. En el interior encontró una nueva hojita que le indicaba que debía ir por el pasillo a la derecha.

En el local había un estrecho corredor que llevaba a unas escaleras y de allí al sótano. Tampoco encontró a nadie en el oscuro lugar. Encendió la luz y pudo ver que en el suelo había varios libros. En la portada de uno estaba pegada la siguiente pista. Pero ésta era diferente a las demás, pues era un simple dibujito. Una llave. Se agachó para coger el libro, pero al poner sus dedos sobre el cuero sintió un escalofrío recorrer su cuerpo, seguido de una ráfaga de aire que entró desde ningún lugar. Cuando se volvió para ver de donde provenía el viento, se encontró una pequeña puertecita que nunca antes había visto. Era de madera antigua, en su superficie había relieves de animales tallados con delicadeza. Héctor no sabía como; pero daba la impresión que aquellas bestias se movían sin moverse. En el lugar de la cerradura estaba colocada una llave dorada. La giró con una mano, mientras en la otra sostenía dos libros cerrados. Cuando se hubo abierto, al otro lado sólo encontró una sólida pared de ladrillos. La tapa de uno de los librillos se deslizó entre sus dedos y cuando las páginas quedaron a la vista, la puerta se cerró con gran estrépito. Al abrirla de nuevo Héctor contempló al otro lado algo que lo dejó sin aliento. Ante sus ojos se extendía un enorme y placido mar, que ocupaba todo el espacio, desde la entrada hasta el horizonte. Cerró la puerta asustado y miró el libro que tenía abierto en la mano. Era la isla del tesoro.

¿Acaso Diana se había aventurado a cruzar aquella puerta? La empujó nuevamente y se asomó por ella.  Se sujetó con fuerza al marco de madera y pudo ver como todo el sótano de la tienda de antigüedades quedaba al otro lado, contenido en lo que parecía ser el casco de un barco en movimiento. Una ola chocó contra la madera empapando a Héctor. No se le ocurría como la niña podría haber subido hasta la proa, o quizás hubiese caído al agua. Prefirió no pensar en ello y volvió a meterse dentro.

Soltó el libro que llevaba y pensó en intentarlo con algún otro. Usar El mundo perdido no le pareció muy buena idea. A Diana le daba un miedo atroz los dinosaurios, y si era sincero a él también. Se acercó a coger el libro que tenía pegado el dibujo de la llave. Eligió una página al azar y empujó la puerta. Ya no estaba el amplio mar, lo que podía ver ahora era un enorme prado de vivos colores, en el que predominaba el dorado de las espigas y el azul de las flores. El cielo era de un tono rosa, que sólo vio una vez, en una fotografía donde estaban él y su hermano de niños junto a su madre. En el suelo a sus pies estaba volando un papelito amarillo arrastrado por el viento. La redonda letra de su hija describía una preocupante petición, “Ayúdame papá”.

Héctor sintió miedo por lo que le pudiese ocurrir a su niñita; pero al menos sabía que iba por el buen camino. En medio de las altas hierbas del campo crecía un grueso árbol, y en su tronco pudo ver la siguiente pista. Se alejó de la puerta para coger la nota, y mientras caminaba entre las flores escuchaba un retumbar a lo lejos. Cogió el papel con premura, para conocer el próximo mensaje de su hija. Cuando lo leyó, su corazón dio un salto, como queriendo explotar. El mensaje decía: “1.No dejes la llave fuera o no podremos salir. 2. No entres con el libro o no se podrá abrir desde fuera. 3. Sobre todas las cosas, no dejes que se cierre la puerta”.

Miró hacia la entrada, que sólo podría describirse como un agujero en el aire. De pronto se cerró y en su lugar quedó un grandísimo paisaje con cielos color rosa, totalmente carente de puertas.

Cada vez se escuchó con más fuerza un lejano rugido. Se aproximaba algo grande y él no sabía donde encontrar a la niña. Lo primero que se le ocurrió fue mirar la portada del libro. El titulo era La puerta y el autor Octavio Grimory. No podía creer que Diana estuviese perdida en el interior de un libro escrito por su viejo padre, como tampoco llegaba a entender cuando Octavio había escrito un libro. El ruido era grave y constante. Héctor se preguntó que originaba ese sonido, y entonces recordó que al anciano, si le gustaba un género literario, ese sería el de aventuras y fantasía. Si Octavio se dignara a escribir una novela, trataría de caballeros y odiseas, de reinos grandiosos y poblados con humildes héroes, de doncellas hermosas y peligrosos…

Tras la colina, en medio del prado, un enorme dragón alzó el cuello. Héctor tragó saliva y se preguntó donde estaría su hija.

Continuará…

Escrito por: Luis A. R. Selgas.
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