Relato por entregas: 2 de 4
Continua de La niña y el camino – parte 1.
Lo mejor que se podía hacer en aquellos casos era quedarse muy quieto. No moverse en absoluto y pensar en todo lo que pudiese saber sobre dragones. Cuando Héctor reflexionó un poco, comprendió que aunque los dragones existiesen realmente, ahora se encontraba dentro de un libro de ficción. Todas las reglas eran irrelevantes, ya que la única regla que valía, era que el autor escribe lo que le da la gana. Si en lugar de escribir que lanzaba llamas, decidía que eran más llamativos unos rayos láser, eso es lo que haría la bestia. El dragón resopló una bocanada de fuego, al parecer el escritor se decantó por las llamas. Lo mejor que se podía hacer en esos casos, en que no tienes idea de que hacer, es salir corriendo.
El animal parecía enorme, parecía feroz, incluso parecía rápido; sin embargo lo que no parecía era ruidoso. Corría detrás de Héctor pisando con fuerza, pero casi en absoluto silencio, mientras el profundo rugido constante se seguía escuchando. ¿De donde venía el sonido? Cuando cruzaron la colina, al otro lado se movía un largo y brillante tren. El asustado hombre corrió con más fuerza intentando alcanzarlo con el enorme bicho pisándole los talones. Aceleraba gritando que pararan para poder subir, y mientras lo hacía, los vagones no dejaban de parecerle familiares. Era como si ya hubiese visto aquel aparato en algún lugar. Estiró el brazo para cogerse al manubrio de una puerta de carga, sus dedos se alargaron todo lo posible sin poder alcanzarlo. El dragón abrió sus fauces y estiró el cuello para aferrarlo; pero entonces una gran mano salió del vagón, apretó su brazo y lo metió dentro.
***
El interior del vagón no era en absoluto lujoso. Los asientos de madera no estaban acolchonados, la paja del suelo no parecía una alfombra, tampoco es que oliese a perfume, los tres pasajeros que lo miraban expectantes no parecía que hubiesen pagado un boleto de primera. En general, parecía un compartimiento, más bien pensado para los animales. Sus tres ocupantes eran bastante feos. Uno tenía una amplia sonrisa desdentada; otro era extremadamente delgado y el tercero parecía una persona proporcionada, sólo que proporcionalmente del doble del tamaño habitual. Héctor miró las manos del grandote y le pareció entender como lo había levantado del suelo con tal facilidad.
—Holaaa, amigoo. ¿Cómoo te llaamas? —le saludó el desdentado.
—Hola, me llamo Héctor. Gracias por salvarme del dragón.
—¿Spike? —se extrañó el grandote—. El muy bobo sólo estaba jugando. Se pone así cuando alguien se pasea por su prado. Sólo se divierte, no es peligroso.
—A mí me pareció muy feroz —respondió Héctor.
—Qué va, si hubiese querido atacarte estarías en tu punto de cocción.
—No le hagas caso. Ese bicho es mortal. Si no fuese porque está en peligro de extinción, hace años que lo habrían llevado muy lejos de aquí —se unió el delgado a la conversación—. Pero cuéntanos, ¿qué hacías corriendo por el prado del dragón tú solo?
—Estoy buscando a mi hija. Se llama Diana y tiene 8 años. La he seguido hasta aquí por unas pistas que me ha ido dejando.
—Se deeebe referirr a la niñiiita que subió al tren la semana pasaaada
—comentó el desdentado para los otros dos—. Dejó uuuna notiita pegaada allí atrásss.
Héctor cogió la nota, que estaba enganchada en la esquina del vagón. Ponía “busca al maquinista”. Le resultó increíble estar leyendo eso. Es verdad que, según las historias que le contaba cada día, era más que probable, que Diana ya hubiese entrado por la puerta anteriormente. Lo que a Héctor no le cabía en la cabeza era porque habría de dejarle una nota a él hace una semana. Después de todo, sólo podría llevar perdida un par de horas, que es el tiempo que había transcurrido desde que había salido del colegio. Dejó de pensar en eso y se centró en lo que la niña le dejó escrito.
—¿Cómo encuentro al maquinista? —preguntó a los tres sucios viajeros.
—Muy fácil —dijo el gigante—, las puertas de un vagón a otro están abiertas. Sólo tienes que dar un pequeño saltito.
—Tú porque eres enorme —replicó el delgado—, pero el resto de mortales tenemos que dar un saltito considerable. Cuando llegues allí no le hables al maquinista sobre nosotros. Resulta que no hemos, lo que se dice, pagado el viaje. Nos tiene un poco de manía.
Héctor se despidió del singular trío dándole las gracias por la información que le habían ofrecido. Dudó un poco antes de abrir la puerta que llevaba al siguiente vagón. Cuando tiró de ella sintió la fuerza del aire generado por la velocidad de la locomotora. Al mirar al suelo se dio cuenta que el salto quizás era algo más que considerable.