Relato por entregas: 3 de 4
Continua de La niña y el camino – parte 2.
Al parecer, en aquel tren, las puertas que unían un vagón con otro estaban todas abiertas. No es que hubiese mucho peligro de que los pasajeros estuviesen pululando por todos lados, incluidas las zonas de carga. Ya que la separación entre los cubículos era mayor de la habitual. No es que Héctor supiese demasiado de trenes, pero no le parecía normal tener que dar semejante salto, si hacía falta pasar de una zona a otra. El revisor debía tener las piernas enormes. La única vez que vio un tren así, fue el trenecito de juguete de la maqueta de su madre. Las piezas ya no se fabrican y ella tuvo que cambiar los enganches por los únicos que encajaban, el trenecito se veía más largo de lo que debería, pero al menos estaba todo unido.
Héctor cogió carrerilla y saltó al otro lado. La sensación que tuvo, al ver el paisaje de fuera del tren desplazarse a gran velocidad, fue la de un pájaro al volar. El pájaro se estampó contra la puerta cerrada del otro coche y calló de espaldas. Por un momento pensó que moriría y su niñita nunca volvería a casa; pero los brazos su enorme amigo lo sostuvieron.
—Mejor abre las puertas con este palo antes de saltar — le aconsejó.
—Gracias otra vez. — Cogió el palo y siguió adelante.
Saltó de uno a otro cubículo hasta llegar a los vagones de pasajeros. La gente lo miraba raro, lo que era lógico teniendo en cuenta que veían a un hombre sudado entrar de un brinco con un palo en la mano. Los saludaba con una inclinación de la cabeza y seguía adelante. Llegó al fin a la locomotora y en ella había un hombre regordete, mucho más sudado de lo que estaba el y tan sucio que no sabía decir si era un hombre o una estatua de carbón. Cuando se volvió para gritarle supo a ciencia cierta que una estatua no era.
—Aquí no se puede estar, tiene que marcharse.
—Perdone. Es que estoy buscando a mi hija.
—Aquí no pueden entras las niñas. Y como ve, no hay ninguna.
—Vera, es que me ha dejado una nota indicándome que lo buscara a usted.
—Ya veo, la niña de la semana pasada. No tenía billete —recordó—. ¿Usted lleva billete?
—Lo siento, no llevo. Me he subido porque me perseguía un dragón.
—Ah sí, el viejo Spike. Le encanta jugar. Cada semana tenemos a algún polizón con el trasero quemado —se rió el maquinista—. Está bien. Que no se diga que soy un ogro. La niña dejó un papelito pegado en aquella pared. Creo que un pasajero le dio una dirección y la anotó allí.
Héctor cogió el papel que resultó estar totalmente ilegible. En lugar de ser el típico cuadradito amarillo, éste era totalmente negro.
—Creo que lo usé para limpiarme las manos el otro día, lo siento.
—¿Cómo se supone que voy a leerlo ahora? Es muy importante para encontrar a mi hija.
—Déjeme pensar… Creo que podría ir a la tienda de Yaya Trevithick. Es medio bruja y siempre me vende un potingue con el que saco las manchas de carbón. Una vez limpié con eso una servilleta de papel y la dejó como nueva.
Una hora después llegaron a la estación de la ciudad. Héctor agradeció al maquinista su ayuda y bajó del tren. Los adornos de las puertas le parecían familiares, pero no lograba concretar porqué. Le preguntó a una mujer por la dirección de Yaya Trevithick, por lo visto no estaba demasiado lejos. Se puso en marcha y cuando estuvo a punto de salir de la estación, lo que vio entonces, con una cierta distancia, lo dejó impresionado.
***
Cuando era niño Héctor se pasaba horas en el local de su padre leyendo, dejaba transcurrir el tiempo jugando entre los muebles antiguos. Pero lo que más llamaba su atención era la maqueta ferroviaria de su madre. El trenecito era fabuloso. Una bella máquina diseñada por un juguetero, expresamente para su madre cuando era pequeña. La mujer adoraba aquella obra de arte y Héctor lo sabía. Acababa de bajarse, después de hacer el viaje más alucinante de toda su vida, del tren de sus sueños. Diana se había perdido en aquel mundo, en el que los trenes de juguete se convertían en realidad, un mundo escrito por su abuelo. Héctor dejó de pensar en eso y siguió su camino. Debía encontrar a la bruja.
Recorrió las callejuelas de la ciudad. Un lugar peculiar, repleto de casas multicolor. Cada calle poseía su propia plaza en la que los niños podían jugar con libertad. Y cada vez que Héctor escuchaba una risa infantil no podía evitar creer que era la de Diana; pero no lo era y su preocupación aumentaba. Siguió adelante con su papelito negro guardado en el bolsillo y el libro en la mano, mientras los pajarillos revoloteaban a miles por los árboles. Lo normal en una ciudad es ver palomas por doquier; pero en este lugar no había ni una, en cambio lo que si podía encontrarse eran colibríes donde quiera que se mirase, agitando sus alas tan rápido que eran casi invisibles, y bebiendo agua con sus finos picos dorados.
Tardó un buen rato, pero al final logró encontrar la tienda de Yaya Trevithick. Escuchó la campanilla que avisaba de su llegada. Una anciana apareció para recibirlo.
—Buenas tardes, buen señor. ¿En que puedo servirlo? —preguntó con voz aguda la jorobada mujer.
—Hola, he venido buscando algo que me sirva para limpiar el carbón de este papel.
—Ha venido al lugar indicado. Tengo lo que necesita —dijo acercándole un frasquito a la cara—. Le costará una moneda de plata.
—No tengo nada de plata. Pero tengo este reloj, si le sirve.
—Ese reloj vale un poco más de lo que pido. Pero lo puedo aceptar si no le importa.
—Adelante, quédeselo. —La mujer le entregó el frasco y él salió de la tienda untando su contenido en el papel. Era sorprendente como el carbón parecía desaparecer sin dañar en absoluto las letras escritas en bolígrafo azul. Cinco minutos de caminata después la nota era totalmente legible. El papel decía “Preguntar por la tienda de Yaya Trevithick”. Héctor hizo una frustrante vuelta de cinco minutos hasta la tienda, para escuchar nuevamente la campanilla de la puerta.
—¿Es esto lo que busca? —pregunto la mujer con un papelito amarillo entre los dedos.
—¿Cómo lo sabe?
—Además de comerciante soy adivina.
—Y porque no me lo dijo antes. Me habría ahorrado una buena caminata.
—El reloj me gustaba. ¿Quiere la siguiente pista o no?
Héctor leyó la nota y ésta le indicaba que preguntara a la bruja por el camino a seguir. Así lo hizo y ésta comenzó a explicarle aquello que sabía.
—Antes de nada debe saber que el tiempo no transcurre de la misma manera aquí que en su mundo. Como sabrá, en este lado de la puerta se encuentran todos los universos contenidos en lo que ustedes llaman libros, y en ellos pueden transcurrir años mientras para ustedes sólo ha pasado los segundos necesarios para pasar de una página a la siguiente. Del mismo modo hay veces que la caída de una gota de lluvia se puede alargar durante mucho, mucho tiempo. Dicho esto, su hija lleva en este lado más de una semana. Mientras que usted ha visto pasar apenas unas horas.
—Eso lo explica todo —dijo Héctor.
—Eso lo explica, pero no es lo más importante. Lo que de verdad importa es que su padre escribió este universo. Y para poder salir de él en caso de ser necesario, escribió sobre un templo, no muy lejano, en el que hay una puerta por la cual escapar. Allí es donde ha ido su hija y es donde debe ir usted. Pero debe darse prisa. Como le dije, el tiempo depende totalmente de la manera en que el autor haya escrito el libro. Y este libro está a punto de llegar a su final. En los últimos párrafos del relato la historia se describe como un instante infinito paralizado en el tiempo. Si para cuando llegue ese momento usted y su hija no han abandonado este universo. Todo se paralizará en un segundo sin fin. Ya nada podrá marcharse.
—¿Por qué mi padre escribiría un final así?
—Eso debe preguntárselo a él que es el autor.
—¿Cómo llego hasta ese templo?
—Debe tomar un tren. Pero el último que paraba en ese lugar es el que tomó la niña hace unas horas.
—¿Y como voy a llegar yo?
—Con otro tren, pero usted tendrá que saltar. Debe bajarse en marcha, cuando pase sobre el río en el camino de Diolkos.