3. Duelo en el camino.


Otros relatos del samurái errante…

0. Poema errante.   

1. Muerte bajo el sol naciente. 2. La suerte de Mazushi Haisha.

   Muchos años después de nuestra historia, el samurái sin nombre sigue siendo recordado por aquellos con los que se cruzó en su camino.

Libor I: El camino.

3. Duelo en el camino.

Duelo en el camino
Japón, 1617. 3er año de la era Genna.

   En una vieja casa de madera, cercana al camino del cañón, un anciano cuida de su pequeño nieto. Es una familia pobre, sus recursos son limitados; pero en la pared cuelga un objeto de gran valor. Una antigua espada samurái que, perteneció al padre del anciano y antes al padre de su padre. Enredada a su alrededor, hay una remendada cinta que fue usada en una batalla ya hace muchos años. El viejo las observa con gran devoción, recordando momentos de su juventud.

El pequeño se acerca a su abuelo, se sienta junto a él, y mientras come un pastelito de arroz comienzan a conversar.

—Abuelo, cuéntame otra vez tu historia. La del duelo del camino.

—¿Cuántas veces te la he contado ya?

—Muchas; pero es mi favorita.

—Y tú eres mi nieto favorito. Por eso te la contaré una vez más. Pero primero tráeme la cinta que envuelve a la espada. —El chico se levanta y le entrega el viejo trapo a su abuelo. El hombre sonríe y recuerda.

»Esta historia ocurrió hace ya mucho tiempo, cuando yo aún era un joven de diecisiete años, descalzo y con sólo una katana por posesión. Y el único objetivo de convertirme en samurái, como lo habían sido mis antepasados.

»Como te digo, yo por aquel entonces era muy pobre, y el sustento lo sacaba de cobrar peaje a los desdichados que se aventuraban a pasar por el camino del cañón. Y así fue el día en que un vagabundo andaba sin rumbo aparente, cruzando aquel paso que, como bien sabes, no es más que una grieta enorme en la tierra.

»El vagabundo caminaba con paso firme y alma meditabunda. Como si todo aquello que ocurriese a su alrededor no pudiese ocurrirle a él. El hombre parecía estar inmerso en su propio mundo, con los brazos metidos dentro de su kimono amarillo, y la mirada perdida bajo un sombrero de paja.

»Yo lo observé mientras se aproximaba con sus sandalias desgastadas, y cuando estuvo lo bastante cerca me crucé en su camino para evitarle el paso.

»Buenos días, vagabundo —le dije yo.

»Buenos días —me contestó el caminante.

»Le pregunté adónde se dirigía, a lo que él respondió que no era asunto mío. Su voz era grave y rasgada. Aunque no era viejo, los años ya comenzaban a pesar en él.

»Le informo que para pasar por este camino tendrá que pagar un peaje  —le dije.

»Pues yo lamento eso, pues no tengo nada de valor que ofrecerte —respondió.

»Va a tener que buscar otro camino para llegar a su destino.

»El hombre miró a sus espaldas y volvió a mirarme diciendo —El camino ha sido muy largo, tengo que regresar al principio del cañón para salir de él.

»¿Y cómo es que decidió tomar este camino en lugar de otro? —le pregunté.

»Tiré un palo al aire y seguí la dirección que me marcó —me dijo.

»¿Ha tomado un camino tan complicado sólo porque se lo dijo un palo?

»Me lo enseñó mi maestro hace años. Para tomar una decisión, cuando no tengo rumbo. La vida no me ha tratado bien; pero los palos nunca me han llevado por un mal camino.

»¿Tiene usted un maestro? ¿Puede que sea un samurái?

»Antes lo fui. —me confesó el vagabundo.

»Yo también soy samurái, y procedo de una familia de guerreros legendarios que, lucharon siempre a favor del Shogun, como pretendo yo hacer algún día.

»¿Por qué habrías de servir al Shogun? ¿Con que propósito? —me preguntó el caminante.

»Esos son mis ideales. Mi familia siempre luchó con esa convicción. —le respondí.

»Eres demasiado joven para entender esas palabras. ¿Acaso conoces cual es el ideal que defiende el Shogun?

»El Shogun es el poder que unifica nuestro país. Es el deber de todo guerrero honorable, defender esos ideales en contra de sus enemigos.

»Quizás cuando peleaba tu abuelo o su padre, era verdad que luchar por el Shogun era defender unos ideales de bien. Pero hoy en día nuestro país está fracturado en cientos de demarcaciones que rigen diferentes daimyos[1]. Ellos se matan en guerras territoriales, y mientras tanto el Shogun no hace nada. El Shogun que parece gobernarnos hoy, no es más que un pobre títere, manipulado por personas mucho más poderosas, a las cuales te aseguro, no querrías defender. Mientras tanto, tú caminas por esta tierra reseca y pedregosa descalzo, y tu pueblo se muere de hambre. —Las palabras del hombre me calaron muy profundo y me llamaron la atención.

[1] Daimyo: Nombre que se le da a los grandes señores feudales japonés que, apoyado en los samuráis, ejercía plena soberanía en ciertas partes del territorio.

»¿Y por qué he de luchar entonces? —le pregunté.

»No tienes porqué luchar. Sólo has de hacerlo por las personas que te importa. Para defenderlas y cumplir tu palabra ante ellas. El día que encuentres a alguien que defienda a los débiles. Ese día puede volver a valer la pena luchar. —El calor arreciaba y el sudor corría por mi frente. Decidí atarme la cinta de guerrero de mi padre y mostrársela con orgullo a aquel hombre.

»¿Ha escuchado usted las historias que cuentan? —quise saber.

»Cuentan demasiadas historias.

»Ésta es sobre un guerrero sin nombre, un vagabundo que aparece en los poblados cuando más se le necesita. Acaba con los hombres que quieren aprovecharse de la gente honesta, y luego desaparece sin dejar rastro —le conté—. Ese es un hombre por el que valdría la pena luchar.

»El vagabundo no respondió a mi insinuación. En su lugar se dio media vuelta y comenzó el trayecto de regreso por el cañón.

»Samurái, no se marche —le pedí.

»No tengo con que pagarte el paso por el camino.

»Le diré lo que vamos a hacer. Yo creo que es usted el hombre de las historias. Así que para conocer su habilidad, le propongo un duelo a espada. Si usted gana, puede pasar. Si gano yo, me dará sus sandalias como pago.

»No tiene sentido que te haga daño, joven —me respondió.

»Yo soy muy hábil, no se crea que podrá conmigo.

»Si quieres ser samurái has de saber una cosa. Todas las batallas que se libran con la katana, ya deben estar ganadas antes de sacar la hoja de la saya. Si tienes que sacar la espada para saber cómo se desarrollará una pelea, es que ya has muerto.

»Entonces será un duelo en el Iaido[2], el arte de desenvainar la katana. El más rápido habrá ganado —dije yo con la confianza típica de un muchacho joven.

[2] Iaido: Arte marcial japonés relacionado con el desenvainado y el envainado de la katana.

»El caminante aceptó, y ambos nos preparamos con una mano en la espada y otra en la saya. Nos miramos como si el fin del mundo estuviera por caer sobre nosotros, y mientras lo hacíamos pude sentir como dentro de la vaina se libraba la batalla que podría ocurrir si no hubiese sido sólo un duelo de velocidad. El sudor se acumulaba en la cinta atada a mi frente, y mi confianza se esfumó cuando miré el poder que desprendían aquellos ojos. Unos ojos que sólo podían pertenecer a un fantasma.

»Mi espada salió de la vaina a una velocidad que, te aseguro, nunca volví a conseguir, y la detuve a unos centímetros del pecho del vagabundo. No podía creerlo cuando me di cuenta que su katana sólo estaba a medio desenvainar.

»Eres un oponente formidable —me dijo mientras se descalzaba—. Espero que te sean de utilidad. Están un poco desgastadas; pero han conocido mucho durante el viaje.

»Gracias —le dije yo, y nos saludamos como guerreros de honor.

»Luego el caminante siguió su camino y mientras se alejaba me dijo: —Aprende todo lo que te sea posible. Conviértete en un hombre de provecho. Haz una familia y cuida de ella. Al final son lo único que vale la pena. Si algún día debes luchar, que sea sólo por su bienestar y por el futuro de tus hijos. —Y así lo hice, y nunca me arrepentí. Mientras lo perdía de vista me sequé el sudor que caía sobre mis ojos, y fue entonces cuando me di cuenta que la cinta de samurái estaba en el suelo, partida en dos por un certero corte.

—¿Volviste a saber del samurái? — pregunta el niño acariciando el remiendo de la cinta de tela.

—Se contaron muchas historias sobre el samurái. Decían que todos aquellos que se cruzaban con él, veían como su destino cambiaba, como guiados por un palo en la bifurcación de caminos. Cuentan que luchó muchas batallas. Algunos dicen que ayudó en la instauración de un nuevo Shogun. Otros dicen que murió de una grave herida hecha por un puñal. Hay otros que cuentan que dio su vida por cumplir una promesa a un viejo campesino.

—¿Y tú que crees, abuelo?

—Yo creo que, sigue vagando, luchando por todos los que no pueden luchar; incluso después de tantos años.

El pequeño sale emocionado de casa en busca de un palo para lanzar al aire. Mientras tanto el anciano se queda mirando sus viejos recuerdos y su mente vuelve al cañón, cuando el guerrero se alejaba.

—Samurái —llamó el muchacho—. ¿Puede decirme su nombre?

El Guerrero se volvió a mirar al joven y le dedicó una sonrisa; pero nada más.

 

Escrito por: Luis A. R. Selgas.

Continua en el capítulo 4: El llanto de Daigoro.

   Te agradezco enormemente el tiempo que te has dejado aquí para leerme, y si crees que ha valido la pena incluso te lo agradezco un poquito más.

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