5. El murmullo de las rocas.


Otros relatos del samurái errante…

0. Poema errante.   

1. Muerte bajo el sol naciente. 2. La suerte de Mazushi Haisha.

3. Duelo en el camino. 4. El llanto de Daigoro.

   Los traumas de la guerra y los errores del pasado persiguen al samurái sin nombre en otro relato donde conoceremos algo más de su pasado.

Libor I: El camino.

5. El murmullo de las rocas.

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Japón, 1573. 1er año de la era Tenshō.

   Las olas rompían suavemente en la arena mecidas por el delicado viento. El sol del amanecer desprendía un calor reconfortante y tranquilizador. Todo en aquella playa transmitía una sensación de paz inquebrantable. Los rostros de las dos niñas muertas se unían también a ese cuadro de silenciosa calma.

El samurái sin nombre se lamentaba arrodillado frente a los cadáveres. Algunos pasos atrás, se encontraban los abuelos de las niñas desconsolados; pero sin emitir sonido alguno. Eran lágrimas secas de un dolor que no podía expresarse con sollozos ni llantos. Aquel dolor que desgarra el alma y deja al cuerpo como un cascaron vació a la espera de que el mundo explote. Los ancianos ya no tenían hijos, ya no tenían nietas, sólo les quedaba el pequeño hermanito de las niñas, en la cabaña, esperando por buenas noticias.as olas rompían suavemente en la arena mecidas por el delicado viento. El sol del amanecer desprendía un calor reconfortante y tranquilizador. Todo en aquella playa transmitía una sensación de paz inquebrantable. Los rostros de las dos niñas muertas se unían también a ese cuadro de silenciosa calma.

—Lo siento, lo siento muchísimo —dijo el guerrero. Diez semanas había pasado tras la pista de un asesino que, había dejado un camino de cuerpos tras de sí. Desde las montañas, pasando por las praderas, hasta llegar al fin a la costa, se había encargado de cubrir sus pasos con un manto de muerte. Cometía sus crímenes con un tipo de crueldad que al samurái le parecía inconcebible. Y dejaba parientes de luto allá por donde pasara.

El guerrero observó a las pálidas niñas y se le antojaron dormidas. Sus ojos cerrados, sus cabezas de lado, sus manos unidas. Cada detalle quería sugerir que las pequeñas no hubiesen sufrido; sin embargo estaban muertas, y las marcas de manos en el cuello daban fe de que sí habían padecido. El cuadro no era más que una puesta en escena, para deleite personal del maldito demonio. Una macabra obra firmada por su autor con una x. Un profundo corte en la mejilla de cada víctima, sin sangre alguna. La marca fue hecha cuando el corazón ya no latía. No por ello era menos cruel asesinar a dos retoños en el inicio de sus vidas.

Los dos cortes cruzados le evocaban un tiempo pasado. Un día en que había decidido salvar un alma y con ello había cometido un pecado mortal.


   La verdadera miseria podía descubrirse en el campo de batalla, al final de una cruenta lucha. Años atrás, el guerrero sin nombre, lo había vivido. Los cuerpos putrefactos se amontonaban uno sobre otro en medio de las zanjas que ellos mismos habían cavado para defenderse de su poderoso enemigo. El propio samurái había ayudado a excavar aquella trinchera que ahora, después de que sus compañeros fueran masacrados en la pelea, se convertía en su depósito y en su tumba colectiva. Los supervivientes hace mucho se habían marchado, allí sólo quedaban cadáveres hediondos, junto con heridos de gravedad que esperaban su muerte, y un soldado que había perdido el conocimiento después de ser empujado al fondo de la trinchera por un caballo desbocado. El samurái que, en aquel entonces aún tenía nombre, despertó.

Sintió el peso asfixiante sobre sí y comenzó a empujar para llegar a la superficie. Un mar de muerte lo sepultaba, y se veía obligado a nadar a través para salir a la luz. Al fin consiguió liberar un brazo de entre los cadáveres, se sujetó a una pierna fría y estiró con fuerza hasta que pudo respirar. El aire que entró a sus pulmones era peor que la falta de él. La pestilencia era tan sofocante que ni las moscas se aventuraban a atravesarla. Se arrastró sobre la zanja que parecía un río de almas, y al llegar a la orilla se puso en pie.

Un lamento llamó su atención. Entre aquellas figuras sin vida, una voz luchaba por ser escuchada. El guerrero se agachó buscando cualquier indicio de un superviviente, pero brazos y piernas se entrelazaban en una telaraña macabra. Dedos azules, labios pálidos y parpados cerrados; eran lo único que podía verse. Los ojos que, parecían muertos, se abrieron y le devolvieron la mirada al samurái. El guerrero arrancó al soldado de los fríos brazos de sus compañeros fallecidos. Era un hombre delgado casi famélico, tenía una herida muy grave en el abdomen, y su pecho estaba marcado por una deforme cicatriz. Los dos se quedaron tendidos boca arriba mirando oscurecerse el cielo de la tarde.

—Vamos, debemos encontrar refugio y alimento para recuperarnos —dijo el samurái.

El silencioso hombre estaba muy malherido para andar por si solo, estaban a muchos días de distancia de la ciudad más cercana y el guerrero apenas tenía fuerzas para seguir su camino. Si lo llevaba consigo, era poco probable que ninguno sobreviviera. Se levantó y dio un primer paso por alejarse de aquel lugar. Se detuvo a mirar nuevamente la cicatriz del pecho. Para que una cicatriz se deformase así, debían pasar muchos años desde que fue ocasionada, al menos desde su infancia, y con el tiempo se estiraba y crecía, dando fe de que aquel hombre había sufrido lo indecible en su niñez. Sin entender bien porqué, el samurái se apiadó. Apoyando uno de los brazos del moribundo en su hombro y ayudándolo a caminar, emprendieron un difícil trayecto; aun sabiendo que desfallecerían antes de encontrar alimento o techo.

Pasaron horas caminando hacia el este sin rastro de ayuda. El samurái pedía a su callado acompañante que aguantara, que viviera un poco más y así saldrían de ésta. El hombre sólo devolvía la mirada sin separar los labios. Tropezaron con una piedra y fueron a parar al suelo. El guerrero maldijo al mundo y deseó regresar con su amada. Esteba apunto de ponerse en pie y abandonar al soldado, cuando se dio cuenta de que estaba parado sobre un montón de piedras redondas y pulidas. Estaba en medio del cauce de un río.

—Es un río seco —le comentó al silencio—. En época de lluvia por aquí corre el agua. Si lo seguimos encontraremos un poblado o una cabaña. Vamos, amigo mío. Más tarde o más temprano hallaremos a alguien. No podemos morir, a mí me esperan en casa.

Siguieron sin pausa el camino de las piedras. Y el único sonido que hacía compañía al samurái, era el murmullo de las rocas al andar sobre ellas. Cuando había pasado un día, las fuerzas lo abandonaron y tuvieron que parar unas horas. El guerrero compartió los pocos harapos que lo cubrían con su compañero, el viento frío intentaba helarlos y no podía permitirlo. El hombre seguía sin decir palabra, sólo su mirada clavada en la espalda medio desnuda de su salvador, con una expresión que decía, déjame morir. Pero el samurái decía, no, no te dejaré. Una roca se movió y el choque sordo le instó a seguir adelante.

—Vamos, ya hemos descansado bastante. Hoy no vamos a morir.

Cuando llevaba dos días andando sin agua ni comida, el sonido de las piedras comenzó a parecerle una charla lejana. Las rocas se reían de él. Le decían que era un idiota, que podía vivir, que podía salvarse él solo. Pero sabía que debía ayudar a su compañero. Estaba seguro de poder proteger al niño que una vez tuvo una cicatriz que no era deforme.

—Dejadme en paz. Yo puedo salvarlo, puedo protegerlo —le dijo a las piedras.

—¿Y qué hay de tu amada? ¿Dejarás que llore tu muerte? —dijeron.

—Hoy no. Debo luchar, al menos un día más. —Las rocas no estaban de acuerdo, y el samurái cayó desfallecido sobre ellas.

—¡Padre, hay dos hombres medio muertos en el río! —gritó una voz que no era la de una piedra, sino la de una niña.

—Te lo dije —susurró el samurái a su callado acompañante—. No era hoy el día que íbamos a morir.

—No debiste haberme salvado —respondió el hombre, eso y nada más.

La familia entera salió de la casa al otro lado de la colina. El padre trajo un cubo con agua, la madre llevaba unas mantas, la niña recogía una flor, y se la tendió al samurái.

—Pueden estar tranquilos. Tendrán cobijo y alimento en nuestra casa. Han tenido suerte, soldados —dijo el señor de la casa. El guerrero durmió.

Abrió los ojos dos días más tarde. La familia le había dado de comer, pues su estómago estaba lleno. Apenas tenía sed y su dolor había remitido. Aún quedaba gente decente en este mundo, capaz de dar cobijo a dos desconocidos sin esperar recompensa alguna. Le debían mucho a aquella familia, él y su compañero. Se preguntó cómo estaría, esperaba que hubiese podido reponerse.

El samurái se levantó y exploró la pequeña casa. Parecía muy tarde para que la familia siguiese durmiendo. La niña era vivaz y alegre, sin embargo no se escuchaban sus felices juegos. Pasó a la estrecha cocina, y en ella sólo lo esperaba una ensangrentada roca. La pared estaba salpicada de rojo oscuro, un color que le era trágicamente conocido. Salió al exterior y allí encontró a la familia. Los tres juntos, acostados en la tierra mirando el cielo. Los padres tenían las cabezas destrozadas y llenas de sangre. Y en el medio la pequeña niña, con una expresión apacible, sólo quebrada por dos cortes cruzados en la mejilla en forma de X. Entonces recordó la deforme cicatriz de su compañero y las únicas palabras que le dedicó; “No debiste haberme salvado”.

Más errores cometidos en la guerra. Más familias que pesarían por siempre en su conciencia. Como la familia de aquel campesino en Kawanakajima[1]. Un padre muerto junto a sus dos hijos, tiempo atrás. Un asesinato cometido por una flecha del samurái y que jamás podría olvidar. Más familias desaparecidas por los crímenes de los soldados.

[1] Kawanakajima: Lugar donde se libraron una serie de grandes conflictos bélicos entre 1553 y 1564.

El samurái cayó de rodillas, no podía explicarse la razón de aquel funesto espectáculo. Era una familia pobre, no poseían nada, más que su gran corazón. ¿Por qué nadie haría algo así? Entró en la casa para recoger sus ropas. Al lado de sus trapos encontró una nota: “Te agradezco lo que has hecho por mí. Gracias a ti podré continuar mi camino”. El guerrero arrugó la hoja y salió en su busca. No entendía la razón de todo aquello. Tendría que preguntárselo. Nunca tuvo la oportunidad, hasta muchos años después.


El hombre silencioso caminaba con paso tranquilo hasta la casa. Había dejado sólo unas horas antes el cuerpo de dos niñas en la playa. Ya había matado a los padres, le restaba el pequeño niño y habría exterminado a la familia al completo. Los abuelos no le interesaban, eran demasiado viejos. Los vio furtivamente en la playa, llorando a las niñas. Eso quería decir que el infante estaba solo en la casa. Apoyó el oído en la puerta y pudo escuchar la voz infantil. La abrió con sigilo y allí estaba él. Su joven carita de sorpresa lo cautivó. Antes de que hiciera el menor ruido, el hombre silencioso se llevó un dedo entre los labios y siseo.

—¿Sabes estar calladito, verdad? —preguntó con voz susurrante.

—Sí, me lo ha enseñado él —respondió el pequeño señalando detrás de la puerta.

Un brazo salió de entre la oscuridad y estampó la cabeza del asesino contra la pared de madera. El hombre perdió el equilibrio y se tambaleó por medio del salón hasta caer al suelo en la otra esquina.

—¿Pero quién…?

—¿Acaso no saludas a un viejo amigo? —El samurái agarró al hombre por el cuello y lo sentó sobre un taburete. El asesino abrió los ojos de pura sorpresa y comenzó a reír. Una carcajada ahogada por la presión de los dedos.

—Creo que no llegamos a presentarnos — se burló.

—Es un poco tarde para dar nombres. —El guerrero se sacó la aguja que usaba para sujetar su coleta, la clavó en la mesa e hizo un gesto para que el niño saliera de la casa —. Lo que hago normalmente es contar una historia a las personas que voy a matar. Luego les pincho con esto, está envenenado. El efecto es un poco diferente según la persona. Hay quienes duran más y quienes menos. Lo que sí coincide en todos, es que pasan por una ausencia total de dolor hasta que su corazón se para.

—¿Lo haces con frecuencia?

—Cada vez que lo amerita la situación. Pero a ti no quiero contarte mi historia. He venido a hacerte una pregunta.

—Ja, ja, ja —se burló el asesino.

—Vamos, éste es un momento serio. —Apretó con más fuerza el cuello y la risa cesó—. Cuando te conocí eras más callado.

—Pregunta lo que quieras.

—Veras, he luchado bastante tiempo. He visto a gente matar por muchas razones. Por poder, a veces por dinero. He conocido hombres que oprimían pueblos a base de miedo para cobrar impuestos. Algunos matan por venganza, otros por honor. Para proteger lo que creen o a sus seres queridos. Y hay otros que matan para llevarse a una mujer a la cama. Hay infinidad de razones para matar en este cruel mundo, pero todas son para conseguir algo a cambio.

—Ve al grano de una vez. ¿Qué quieres saber?

—A eso voy. Y es que desde aquel maldito día en que te salve la vida, me pregunto la razón por la que matas tú.

—Saco algo, igual que todo el mundo —respondió el asesino—. Saco placer. No hay cosa que llene más mi espíritu que hacer desaparecer a esas familias. Ver como sufren los padres, y observar como la luz se escapa de los ojos de los niños poco a poco. Saber que todo vestigio de esa sangre quedara borrado de la historia. Para mí no son personas, son abstracciones. Ver como mueren es una sensación de lo más deliciosa. ¿No crees?

—No sé de lo que me estás hablando.

—Has luchado mucho y has matado cada vez que lo ameritaba la situación. Igual que yo. La diferencia es que yo admito que disfruto del momento.

—Eres un monstruo.

—¿Y acaso tú no lo eres? Desde el momento en que te vi, hace tantísimos años, supe que eras igual que yo.

—Tú y yo no nos parecemos en nada.

—Vi tu espalda desnuda, observé tu deforme cicatriz. Parecía una marca hecha con un hierro ardiendo. Una huella que ha crecido con el tiempo. Algo difícil de olvidar.

El samurái liberó el cuello. El asesino respiró aliviado, en ese momento el guerrero desenvainó su katana e hizo con ella cuatro certeros cortes en el cuerpo del sádico hombre. La sangre brotó en finos hilillos.

—Mátame de una vez, sucia rata. Disfrútalo, sé que lo harás.

—Los cortes que te he hecho son para que no puedas huir nunca más. He seccionado los tendones de tus piernas y brazos, dejándolos inútiles.

—¿Ahora es cuando me clavas tu  mierda de ponzoña?

—Te lo dije. Eso es lo que haría normalmente. Hoy no es un día normal. —El samurái sin nombre acercó una piedra que había en el otro extremo de la mesa —. Ya podéis pasar.

Por la puerta entraron los ancianos abuelos. La mujer aferró la piedra con fuerza y la estampó en la cara del asesino una sola vez. Luego comenzó a hablar sobre lo maravillosas que eran sus nietas mientras lloraba. El asesino tenía un moretón en la cara, pero eso no impedía ver su expresión de extrañeza.

—¿Esto qué significa? —preguntó el asesino, antes de recibir un golpe con la piedra en la boca del estómago. Esta vez fue el abuelo el responsable y comenzó a contar lo orgulloso que estaba de su hijo por formar una familia.

—No te preocupes —dijo al fin el samurái—. Tras esa puerta están todos los familiares de las víctimas que has dejado en tu camino. Al menos todos los que he podido encontrar. Cada hora tendrás una cita con uno de ellos. Tienen permiso para golpearte con esa piedra, sin matarte, lo fuerte que quieran. Y para hablarte de las personas a las que has quitado la vida. Tú no puedes hablar, si lo haces te cortaran la lengua. Estos ancianos son los encargados de que tengas de comer y de beber. Sólo lo necesario para que no mueras. ¿Qué te parece?

—Clávame tu veneno. Mátame de una vez.

—No, no, no. Esa aguja no la usaré yo. Cualquiera que tenga cita contigo tiene permiso para usarla, cuando crea que ya has sufrido demasiado.

—Maldito seas samurái, malditos seáis todos.

—Cuida tus palabras. Oirás el murmullo de las rocas mucho tiempo. No querrás perder la lengua también.

El guerrero y los ancianos salieron de la casa. Una mujer entró tras ellos. El samurái se despidió de todas las personas que esperaban en el camino, una fila que se antojaba infinita, y al mismo tiempo demasiado corta para lo que se merecía su silencioso compañero.

Se alejó  hacia el horizonte, pensando en lo diferente que era de aquel asesino y en lo mucho que le gustaría ver la vida abandonando su cuerpo. Trató de acariciar la cicatriz de su espalda. Hace tiempo que no pensaba en el herrero. Caminó sobre las piedras y estas no le hablaron nunca más.

 

Escrito por: Luis A. R. Selgas.

Continua en el capítulo 6: El cuento prohibido.

   Te agradezco enormemente el tiempo que te has dejado aquí para leerme, y si crees que ha valido la pena incluso te lo agradezco un poquito más.

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