6. El cuento prohibido.


Otros relatos del samurái errante…

0. Poema errante.   

1. Muerte bajo el sol naciente. 2. La suerte de Mazushi Haisha.

3. Duelo en el camino. 4. El llanto de Daigoro. 5. El murmullo de las rocas.

   Otro experimento narrativo donde se mezcla fantasía y realidad, mientras los nuevos y viejos enemigos del desconocido van alimentando su leyenda.

Libor I: El camino.

6. El cuento prohibido.

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Japón, 1573. 1er año de la era Tenshō.

   Ésta es una historia que sin duda debéis conocer. La verdadera batalla final del samurái desconocido. La lucha que lo llevó a reunirse con su amada, después de tanto sufrimiento y dolor. Cuentan que las gentes de la región de Torikami sufrían los ataques del terrible dragón  de ocho cabezas, Yamata-no-Orochi. El sanguinario monstruo demandaba a los habitantes que se le apaciguara periódicamente con el sacrificio de una joven doncella. Fue así hasta el día en un misterioso hombre llegó a aquellas tierras.


   Un hombre entra por la puerta aplaudiendo, le sonríe a los dos niños que escuchan la historia, y luego le dedica una mirada intrigada a su padre.

—Por favor, no detenga su relato por mí —dice el hombre, pasando su brazo alrededor del niño más grande, como si fueran viejos amigos—. Ha llegado a mis oídos que cuenta muy buenas historias y he decidido venir a comprobarlo.

El padre no tiene claro que hacer. Su tez ha palidecido y las palabras no fluyen de sus labios.

—Decía que un hombre misterioso llegó a las tierras dominadas por el dragón —le recuerda el hombre—. Continúe desde allí.


   Un samurái entró en la posada del pueblo, llevaba su katana bien sujeta al cuerpo y su kimono amarillo sucio por el largo viaje. Antes de sentarse a la mesa pudo escuchar el llanto de la mujer del posadero. Se acercó al hombre para preguntarle que sucedía, y vio que la expresión de éste era de desconsuelo absoluto.

—No quiero ser indiscreto —preguntó el samurái—, pero ¿se encuentran ustedes bien?

—No, en absoluto estamos bien —respondió el hombre—. Uno cría a sus hijos con la esperanza de verlos crecer y hacerse hombres de provecho, y a que sus hijas puedan ser unas mujeres hermosas y de bien. ¿No cree?

—Sin duda, así debería ser.

—Oh, pero es entonces cuando se da cuenta uno de lo poco que vale. Pues aquellos que son más poderosos, reclaman por obtener sus caprichos y nosotros no podemos hacer nada por impedirlo.

—¿A qué se refiere? —quiso saber el samurái.

—Yamata-no-Orochi,  el gran dragón de ocho cabezas, ha pedido la vida de mi joven hija como tributo. Y si no se la entregamos, destruirá el pueblo entero.

—¿Y piensa entregarla, así sin más?

—Tengo más hijos por los que velar, todos en el pueblo tienen familia, y el dragón los mataría sin dudarlo.

—Él vendrá y pedirá sus vidas tarde o temprano.

—Daría mi vida con gusto, pero no se luchar. Moriría y con ello sellaría el destino de mis hijos.

El samurái, conmovido por las palabras del hombre y las lágrimas de su esposa, tomó una determinación.

—Veo que tus palabras son sinceras —dijo al fin el guerrero—. Morirías si eso sirviese de algo. Y eso es digno de admirar. Te ofrezco un trato.

—¿Qué trato es ése? —preguntó el posadero.

—No tengo mucho dinero. Dame de comer y un techo para descansar esta noche. A cambio, yo iré mañana a hablar con ese terrible dragón y le haré desistir de su capricho.

El matrimonio colmó de agradecimientos y cuidados al samurái, y a la mañana siguiente partió a la montaña donde vivía la bestia.


   Tres hombres con espada se pasean alrededor de la casa. En el interior, el hombre ha parado de relatar la historia para beber un poco de agua. Los niños comienzan a notar la incomodidad de su padre. Les asusta un poco el invitado que, se comporta como si fuera de la familia.

—Es esplendida la entereza de espíritu necesaria para ofrecerse a algo así, ¿no cree? —pregunta el invitado—. Algo que sólo puede verse en un cuento infantil.

—El samurái es un héroe —dice el niño mayor.

—Por supuesto —le responde el invitado siguiendo el juego —. Si algún día vinieran hombres malos, seguro que daría su vida por salvaros. Así es el bueno del samurái.

La sombra de uno de los espadachines pasa cerca de la puerta y el niño pequeño da un gritito de sobresalto.

—No te preocupes pequeño. Esos hombres son amigos míos. Sólo están aquí para vigilar que no se haga nada que esté prohibido.

—Le prometo que no se hará nada que no esté permitido —dice el padre—, lo siento mucho.

—No, cuando se comienza algo hay que terminarlo. Quiero escuchar el final de la historia. Y más vale que no la cambie para que sea de mi agrado. Cuéntela tal como lo hace la gente de estas tierras. Hágalo como lo hacen cuando creen que no los escuchan. Íbamos en busca de la bestia.


   El guerrero se plantó a la entrada de la cueva, y la oscuridad desprendió un olor a azufre que bien podría provenir del mismo infierno. Su objetivo en la vida era luchar por los débiles hasta que las fuerzas lo abandonasen,  y el día que ya no pudiese más regresaría con su amada que, lo esperaba en el más allá. Antes de dar el primer paso hacia las profundidades cerró los ojos.

—Lo siento amor mío, tendrás que seguir esperándome al menos un día más. Aún me queda mucho por lo que luchar —dijo el samurái, y entró en la caverna.

Cruzó el largo pasillo y llegó a una enorme cámara. Estaba pintada en rojo, con la sangre arrancada de los cuerpos sin vida de los enemigos del dragón; y el suelo cubierto de oro, por las riquezas robadas a los lugareños.

El samurái se aproximó al monstruo mientras aún dormía y desenvainando su espada…


   —¿De verdad va a contarme la versión corta? —pregunta el invitado, descontento—. He escuchado que, cuando quiere, es capaz de contar  una historia llena de emoción y que realmente vale la pena escuchar. En esa versión, creo que el dragón está bien despierto. —Se recuesta hacia atrás y revuelve el cabello de del pequeño.

El padre de los niños siente el sudor frío correr por su espalda y rectifica su relato.


   El samurái se aproximó a la oscuridad y una fuerte ráfaga de aire caliente lo empujó hacia atrás.

—¿Quién eres tú que osas perturbar mi morada? —preguntó el dragón.

—Quién soy no es importante, sólo importa la razón que me ha traído hasta aquí.

—¿Y cuál es esa razón? —la cabeza de la bestia se asomó a través de las sombras, uno solo de sus dientes era tan largo como la katana del guerrero.

—He venido a pedirte que dejes de hostigar este país y busques otro lugar donde morar.

—¿Y si no lo hago? —dijo la cabeza frente al samurái, pero la voz se repitió siete veces más desde las sombras.

—Tendré que darte muerte —pronunció el guerrero sin nombre, sosteniendo la empuñadura de la katana con una mano y la saya con la otra.

La cabeza se ocultó en la negrura dejando escuchar su ronca risa. El sonido vino de arriba, del frente, de la derecha, de la izquierda, del fondo, de la esquina y de un lateral. Siete fauces soltando una horrible carcajada, todas las cabezas riendo menos una. La cabeza que no reía lo asechaba desde su espalda. Ojos rojos y dientes afilados se lanzaron hacia el guerrero que, fue arrastrado por los aires con el brazo dentro de la mortífera boca. El samurái se sujetaba con fuerza a la saya que, estaba atravesada entre las mandíbulas del animal. El cuello se retorcía cual serpiente, y las demás cabezas lanzaban mordiscos a diestra y siniestra. El guerrero sacó una daga y la clavó en la piel escamosa. Era gruesa y muy dura, apenas pudo penetrarla; pero le sirvió para apoyarse y subir hasta el oído de la criatura.


   —Con historias como éstas, no me extraña lo popular que se está haciendo este guerrero —interrumpe el invitado el relato—. Oh, lo siento. Siga contando, por favor.


   Y es que el samurái tenía muchos más recursos que una espada y un espíritu inquebrantable. Su arma más mortífera no era su fuerza, ni su destreza en el kenjutsu[1], ni su puntería con el arco. Su más peligroso secreto era una historia maldita que era capaz de detener a cualquier enemigo con sólo escucharla. Al llegar al oído del dragón comenzó a repetirla palabra a palabra, y cuando terminó, la cabeza cayó al suelo con gran estruendo. El guerrero rodó por el suelo y chocó contra una pared de roca; pero se puso en pie indemne. Los otros catorce ojos del dragón lo miraron estupefactos, ya que la otra cabeza yacía tendida en un sueño profundo. Un ser humano habría muerto, pero aquel monstruo no podía despertar por más que lo intentaba.

[1] Kenjutsu: Arte marcial tradicional japonesa que enseña a combatir de manera eficiente con el sable

La lucha se prolongó horas, pero por cada cabeza que caía dormida, al samurái le resultaba más sencillo dominar a la siguiente. Y así cuando sólo quedaron dos, el guerrero pronuncio sus palabras malditas a una, y en su aparatoso descenso fue a reposar su peso sobre la última que quedaba consciente.

El samurái y el dragón se miraron, y la bestia se dio cuenta que estaba derrotada. Le hizo una señal de asentimiento y el hombre le cortó el cuello. Lo mismo hizo con las otras cabezas y con las ocho colas. La bestia no volvería a la vida jamás.

Pero antes de marcharse, fue cuando encontró en el interior del animal algo sorprendente. Metió el brazo en una de las colas y una luz incandescente lo rodeo. El rostro de una mujer lo observaba con gran admiración. El samurái estaba ensangrentado, sus ropas eran apenas jirones de tela. Cuando vio a la blanca dama, se avergonzó y se inclinó ante ella.

—No debes sentir vergüenza, noble guerrero. Pues has realizado una gesta digna de los dioses —dijo la dama—. Dime a que nombre debo dirigirme, digno señor.

El samurái le susurró al oído.

—Es un nombre acertado para el hombre que lo lleva. El día que el mal sea erradicado de este mundo, habrá de ser recordado entre los más grandes.

—Gracias, hermosa señora.

—Yo soy Amaterasu, la diosa sol. Y lo que has encontrado es Kusanagi, la espada de los dioses. Si me la regresas te otorgaré aquello que más anhelas.

—Lo que más deseo en el mudo, es poder volver con mi amada que, me fue arrebatada hace ya mucho tiempo.

—Pues que así sea.

Y sucedió que el guerrero se reunió con la mujer que lo había esperado en el otro mundo. Pero por el favor hecho a los dioses, obtuvo la capacidad de regresar a éste cada vez que un indefenso lo necesitara. El samurái vaga entre el mundo de los muertos y de los vivos, y siempre está cuando se lo necesita. Siempre ha sido así y así será hasta el fin de los tiempos.


   El invitado aplaude con fervor la historia del padre. Les sonríe a los niños y estos saltan emocionados por el gran relato que acaban de escuchar. Entonces el hombre cambia el gesto y deja de aplaudir. Mira al padre con cara de desaprobación y lo agarra con fuerza del pelo.

—¿Y dónde está el samurái ahora? —dice el invitado.

Por la puerta entra uno de los acompañantes del hombre, y retiene a los niños antes que se lancen a proteger a su padre.

—¿Sabe por qué no está aquí su adorado samurái? —pregunta el invitado—. Porque sólo es un hombre. Las historias nos hacen creer en los héroes; pero los héroes no existen. Ellos son sólo humanos, y los humanos mueren. El cuento, tal como yo lo veo, habría de ser un poco diferente.


   El guerrero se aproximó a la oscuridad y una ráfaga de aire caliente lo empujó al suelo. El calor lo abrazaba y sintió un dolor que nunca pudo imaginar. El samurái, en su total arrogancia, no se paró a pensar que aquella cueva estaba alfombrada por los huesos de miles de guerreros más fuertes que él que, en su día creyeron poder vencer al terrible dragón. El guerrero luchó con valor, pero las cabezas lo masticaron y regurgitaron mil veces hasta que les suplicó la muerte. Y como la bestia era poderosa y magnánima, le concedió su deseo. Después de devorar al héroe, el monstruo fue hasta el poblado, y se dio un festín con todos los hijos que tanto ansiaban proteger. Los aldeanos se arrodillaron ante su señor y le imploraron piedad. Y lo hicieron, pues los cuentos son fantasía y no existen. Lo único que importa es el poder.


   —Pero el samurái existe. Mucha gente lo ha visto —grita el niño mayor.

—Eso lo sé muy bien. —El hombre acaricia una cicatriz en su mejilla
derecha—. Pero las estúpidas historias contadas por los estúpidos campesinos, no hacen más que crear falsas esperanzas sobre hasta dónde es capaz de llegar un hombre. Por eso mi padre ha prohibido que se cuenten esas mentiras. ¿Sabe quién es mi padre?

—El señor Oda Nobunaga —contesta el hombre, asustado.

—Correcto, y yo soy Oda Ichiro. Recuérdelo bien. —Ichiro suelta el cabello del hombre y se pasea por la casa. Entre un montón de papeles recoge uno que le llama la atención. La primera palabra que lee es “Errante…”.

—Eso no es mío —dice el padre de los niños.

—Por supuesto que no. Este poema está prohibido bajo pena de muerte. Me lo guardaré y aquí no ha sucedido nada.

El hombre se inclina dando las gracias, no puede creer la suerte que ha tenido.

—Sin embargo, en esta casa se han contado mentiras. Y debe arder como castigo.

—No, por favor, es todo lo que tengo.

Ichiro mira a los niños con cara de burla.

—¿Está usted seguro?

Al hombre no le hace falta una amenaza mayor, toma a los niños del brazo y los lleva fuera de la casa, mientras el mayor patalea y lucha. Ven como su hogar arde en llamas. Los humildes recuerdos de una vida. Todo por contar una historia que traiga esperanza a los más jóvenes.

—El samurái nunca será derrotado —grita el mayor. Desgarra su voz, mientras que el resto de aldeanos observa la escena sin hacer nada.

Ichiro lo golpea y lo deja llorando en el suelo reseco.

—Es sólo un hombre y pronto morirá. Se le dará caza como a un animal salvaje. Esa es la voluntad de mi padre. Y él es más poderoso que un dragón.

La casa se reduce a cenizas, e Ichiro busca en los campesinos de su alrededor la más mínima muestra de desafío. No encuentra ninguna. Sus ojos son dóciles, sus frentes apuntan al suelo, sus lágrimas son de arrepentimiento y no de rabia. Como los perros cuando se les castiga, saben que han hecho algo mal. Pero una cara lo mira con valentía. El pequeño es muy joven para retarlo, pero su espíritu se ha alimentado de las vanas esperanzas creadas por un samurái. Un hombre del cual siquiera conoce su nombre. Ichiro aprieta el poema prohibido que tiene en su puño. El guerrero puede morir, y de hecho morirá muy pronto; no obstante las esperanzas son algo mucho más peligroso. Una leyenda no puede ser detenida jamás. Quemarán hasta el último poema. Acabarán con todo vestigio de su existencia, antes de que se convierta en un mito inmortal.

Las cenizas vuelan muy altas en el cielo, Ichiro las observa y sonríe.

***

   A muchos kilómetros de allí un bandido cae al suelo sin vida. Le acaban de susurrar una historia al oído. El samurái se da la vuelta, está rodeado por veinte asesinos que no dudarán ni un segundo en atacar. El primero en dar un paso es un hombre enorme con un tatuaje de dragón en el pecho. La katana del guerrero sin nombre está cubierta de sangre, igual que su cuerpo. Su kimono amarillo hace tiempo que cayó desgarrado en el suelo. Los numerosos cortes lo debilitan a cada instante. Se agacha y recoge un sobre que le es muy preciado de entre sus raídas ropas. Antes de dar el primer paso hacia su enemigo cierra los ojos.

—Lo siento amor mío, tendrás que seguir esperándome al menos un día más. Aún me queda mucho por lo que luchar.


   El samurái se lanza con toda su fuerza y ataca sin piedad al dragón. Sabe que aún le queda un largo camino por recorrer antes de reunirse con su amada…

“Él lloraría su muerte con la katana y lágrimas de sangre y ella lo estaría esperando ansiosa desde el otro lado, ese era el nuevo trato”.

Fin del primer libro.

 

Escrito por: Luis A. R. Selgas.

Continua en el Interludio

Y después Libro II: El poema.

   Te agradezco enormemente el tiempo que te has dejado aquí para leerme, y si crees que ha valido la pena incluso te lo agradezco un poquito más.

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