2. La suerte de Mazushi Haisha.


Otros relatos del samurái errante…

0. Poema errante.   1. Muerte bajo el sol naciente.

   Otra historia del samurái sin nombre, donde conoceremos a más despiadados enemigos y lo que sucederá con la suerte de un pobre perdedor.

Libor I: El camino.

2. La suerte de Mazushi Haisha.

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Japón, 1572. 3er año de la era Genki.

   Los dados volvieron a rodar en el interior del cilindro de madera, antes que éste se precipitara con premura hacia la tabla del suelo. El pobre Mazushi Haisha apostó a pares sin demasiada convicción, esperando que hoy fuese su día de suerte. Pobre, pobre perdedor. Pobre Mazushi Haisha. La gente no lo respetaba, los hombres con los que estaba jugando se reían de él, la pareja que bebía sake en la mesa de la derecha de la taberna, sonreía sin disimulo; el hombre que comía fideos en el rincón, siquiera levantaba la mirada para ver debajo de su sombrero de paja. Los dados se asomaron fuera del vasito, mostrando un uno y un seis. No parecía ser el día de suerte de Mazushi Haisha.

—¿Seguirás apostando, Haisha? —preguntó uno de los hombres del clan Kutami que, eran los que dirigían el juego en aquel lugar.

Haisha asintió. En realidad, el clan dirigía absolutamente todo lo que era susceptible de ser dirigido en el poblado y la mayoría de aldeas de los alrededores. Estaba formado por un grupo de hombres que una vez habían sido samuráis; pero una vez llegados los tiempos de paz, habían conseguido trabajar para un hombre de muy pocos escrúpulos. Ese hombre era Kutami Anayata, o como lo llamaba casi todo el mundo, el líder. O al menos era como le llamaban a la cara, ya que a sus espaldas le llamaban el manco, por motivos fácilmente entendibles, le faltaba una mano.

El cilindro con los dados volvió a chocar contra la madera, y Haisha escuchó atentamente el latido de su corazón, quizás él podría guiarle respecto a su próxima apuesta. El pobre perdedor no sólo se estaba jugando unas fichas, estaba apostando sobre su propio futuro y el de su familia. Las deudas lo asfixiaban desde que el clan había decidido cobrar impuestos sobre protección en la zona. Aquellos que no lo pagaban no eran protegidos de posibles incidentes violentos (el hecho de que los incidentes violentos fuesen perpetrados por el mismo clan era pura casualidad). Y los escasos ingresos de la tiendecita del hombre, no llegaban casi nunca para cubrir aquella extorsión. Después de aguantar en tres ocasiones que su local fuese destrozado, decidió apostar para conseguir que le fuera perdonada la deuda. Y para sorpresa de Mazushi Haisha la suerte lo acompañó, eliminando así sus problemas por un tiempo. Pero esa racha no duró mucho, y poco a poco el pobre perdedor fue acumulando una deuda mucho mayor de la que hubiese adquirido por la simple falta de pago. Ahora mismo no se jugaba unas simples fichas, estaba apostando sobre su última oportunidad.

—Vamos, apuesta de una vez —gritó el hombre de los dados.

—Sí, pero apuesta bien, sabes lo que pasa cuando no se le paga al líder. Pasas a ser de su colección.

Haisha se acarició el brazo mientras decidía su apuesta. Los gustos coleccionistas de Kutami eran de lo más macabros. Al líder le faltaba una mano; pero en su lugar lo compensaba con una amplia colección de brazos cercenados, a los infortunados hombres que tenían la desdicha de perder a los dados y no podían pagarle el total de su deuda. Por eso el pobre hombre había apostado hasta su última moneda. Una vez la hubo perdido, apostó su local y esta vez lo único que le quedaba era la casa. El pequeño y humilde hogar que había construido junto a su hermosa esposa. No estaba orgulloso de ello, pero no le quedaba alternativa.

—Apuesta de una vez, Haisha. ¿Acaso no sabes cómo te llamas? —le apremió el de los dados.

—Es estúpido. Es como si no tuviese nombre —se burló el otro hombre.

—Hablando de eso. ¿Has escuchados los rumores? —preguntó el de los dados al otro.

—¿Qué rumores?

—Los de un samurái sin nombre. Se dice que va de pueblo en pueblo, acabando con los clanes que los dominan.

—Eso es una tontería. Son sólo habladurías de campesinos que, cuentan cuentos para sentir algo de esperanza.

—Es cierto —dijo el hombre que bebía sake con una mujer—. Yo escuché que hace unos días mató a Joshida Goara en un poblado cerca de Edo. —El pobre perdedor sudaba nervioso escuchando aquella conversación.

—Sí, claro. ¿Y se puede saber cómo mató a Goara? —preguntó el de los dados.

—Según cuentan, lo hizo sin tocarlo con la katana. Le contó una historia maldita. Y Goara se desplomó de puro pavor. —Se quedaron todos callados, como esperando que alguien entrara por la puerta.

—Eso no son más que bobadas —se atrevió a decir el de los dados, no antes de tragar saliva y mirar a su espalda. Todos se rieron menos el pobre perdedor.

—¿Y bien, vas a apostar o no?

—Quiero par.

El hombre comenzó a levantar el vasito, y Haisha no apartaba los ojos de aquel punto, con su mano sosteniendo su otro brazo mientras aún siguiese pegado al cuerpo. El primer dado asomó con dos puntitos blancos en la cara superior. El sudor corría como un río por su frente, mientras el cilindro se apartaba del último cubo de madera. Cuando el borde del vaso pasó por encima del dado lo rozó, la cara que estaba arriba giró y cuando pudo ver el número que mostraba se horrorizó. Era un tres.

—Mala suerte, perdedor. Creo que te quedas sin casa.

—Pero has rozado el dado. Exijo que los lances otra vez.

—¿Tú exiges? ¿Pero quién te crees que eres?

—Sí, ven y arremángate que necesitamos tu brazo.

—Pero si aún no se han cobrado mi casa —dijo Haisha, muerto de miedo.

—¿Estás loco? Esa choza de mierda no vale ni la mitad de lo que le debes al líder. Arremángate, te he dicho.

Uno de los hombres le cogió el brazo, mientras el otro sacaba una katana. El perdedor forcejeaba y gritaba sin recibir ayuda. El tabernero se secaba el sudor con un trapo, pensando en el estropicio que ocasionarían a su suelo. La mujer que bebía sake se tapaba los ojos, con una mano demasiado abierta para obstaculizar la vista. El hombre que comía fideos en el rincón no levantaba la vista por debajo de su sombrero de paja.

El brazo de Haisha estaba apoyado sobre la mesa, y el hombre que tiraba los dados levantó el sable como había hecho ya varias veces. La hoja silbó en el aire.

—Apostaré a mi mujer… —La espada se quedó parada apenas rozando la piel del hombrecillo.

—¿Qué has dicho? —preguntó el verdugo.

—Aún tengo a mi mujer. Y me la juego para cubrir mi deuda.

—Córtale ya el brazo y vámonos. El jefe nunca acepta estos tratos.

—¿Tú has visto a la esposa de este miserable? Es una belleza. El líder le tiene el ojo puesto desde hace mucho tiempo. Ve a buscarlo y pregúntale si aceptamos a la mujer como pago. Yo vigilo a este idiota.

El otro hombre corrió y el de los dados se sentó en el suelo apuntando al pobre perdedor con la espada. Volvió al cabo de un par de minutos con el mensaje de que Kutami estaba interesado, pero que le esperaran para comenzar la apuesta. Todos los presentes se quedaron para presenciar el espectáculo. Pocas veces el líder abandonaba la seguridad de su casa. Así que esto debía valer la pena.

—¿Pero te das cuenta de lo que haces, joven? —le preguntó el tabernero—.  El clan usará a tu mujer como prostituta. Abusaran de ella y la maltrataran, sólo para que tú puedas pagar tus deudas de juego. Lo que estás haciendo es un crimen. —Haisha agachó la cabeza abochornado; pero no gesticuló palabra.

—Cállate ya, viejo metiche. Es su esposa y él hace lo que le parezca.

Se abrió la puerta y por ella entró un corpulento hombre con la cabeza rapada, una espesa barba negra y un solo brazo pegado al cuerpo. Era Kutami Anayata, el manco. Se sentó a la mesa de juego y le hizo un gesto al tabernero para que le sirviera sake.

—Muy bien. Te diré que vamos a hacer, hombrecillo —dijo el líder—. Voy a admitir a tu mujer como apuesta. Si tú ganas, la deuda estará saldada, mientras me pagues los próximos impuestos. Pero si pierdes, me quedo tu casa, a tu mujer y haré que mi taxidermista me haga un trofeo con tu brazo. Parece un trato justo, teniendo en cuenta que no te queda nada.

El pobre perdedor asintió. Los matones del manco se burlaron sin piedad. El tabernero se lamentó. La pareja que bebía sake se rió sin vergüenza. Hasta el hombre que comía fideos en el rincón esbozo una sonrisa de satisfacción.

Los dados rodaron nuevamente dentro del vasito, antes de chocar con fuerza en la madera. Kutami preguntó cuál sería la apuesta, a lo que Mazushi Haisha respondió sin vacilar que prefería pares. El vaso se levantó aun con más lentitud que la vez anterior, y Haisha pensó en su mujer y la pelea que habían tenido aquella mañana. Ella nunca lo entendía. No se daba cuenta de que lo que venía a hacer hoy aquí era su última apuesta, su única posibilidad.

 El primer dado mostraba un solo punto blanco. El aire se había paralizado, y hasta el hombre del rincón levantó un poco la mirada por debajo del sombrero de paja. Kutami frunció los labios al ver en el segundo dado otro puntito. La apuesta era par.

El pobre hombre no pudo creer su suerte, al ver como los dos puntitos le miraban desde la madera. Respiró al fin. Le parecía no haber respirado desde esta mañana, cuando se encontró con aquel hombre misterioso que le hizo aquella propuesta. Una apuesta arriesgada, pero era su única oportunidad.

Por la puerta entró un tercer hombre de Kutami, se acercó a su líder y le susurró al oído. El manco miró a Haisha con cara de haber entendido un chiste muy gracioso.

—Muy bien hombrecillo. Parece que hoy has arriesgado mucho. Y a los que arriesgan, la suerte les sonríe. Yo en general soy un buen perdedor.

—Gracias, señor. —Haisha se levantó para irse.

—¿Adónde vas, querido amigo?

—Voy con mi mujer, a darle la buena noticia.

—¿En serio?

—Sí, señor…

—Mira mi brazo, querido amigo. —Haisha miró el muñón y bajó la mirada—. ¿Sabes cómo lo perdí?

—No.

—Yo fui samurái una vez. Incluso trabajé para el Shogun[1]. En el palacio había miles de riquezas y objetos de valor, tantos que cualquiera creería que no era posible darse cuenta de que faltase uno solo. Eso fue lo que yo mismo creí cuando me llevé alguna cosa para vender. Pero resulta que todo lo que es del Shogun está vigilado a conciencia. Por haber intentado engañarlo, él me obsequió con el primer brazo de mi colección. Y yo se lo agradezco. Porque aunque no pude empuñar jamás una espada, ahora soy más rico de lo que pude imaginar entonces. ¿Me comprendes?

[1] Shogun: En la época feudal japonesa era el título del gobernante del país. Ostentaba más poder que el mismo emperador, que sólo era una figura representativa.

—Sí, señor…

—Yo mismo, como el Shogun, tengo todas las cosas que poseo bien vigiladas. Y cuando alguien pretende engañarme, lo castigo como se merece. —El pobre perdedor comenzó a sudar nuevamente—. Por eso, cuando alguien apuesta conmigo, digamos, a su esposa. Espero que este hombre esté dispuesto a entregarla. En lugar de hacer que se la lleven lejos, durante la mañana, en caso de que pueda perder. Cualquiera creería que todo estaba preparado para no pagar la deuda.

—Señor, le juro que no era mi intención —dijo el pobre hombre, mientras recordaba la discusión que tuvo con su esposa aquella mañana, para convencerla de que se marchara.

—Sé perfectamente cuál es tu intención y no puedo tolerar este comportamiento. Me darás tu brazo y cuando encuentren a tu mujer será mía.

Dos hombres lo sujetaron, mientras el otro levantaba la katana para aumentar la sangrienta colección de su amo.

—No, por favor —gritó el perdedor—. No fue idea mía. Fue aquel hombre. Me propuso apostarlo todo. Me dijo que todo saldría bien. Necesitaba que usted saliese de su mansión, y sabía que le atraía mi esposa. Era apostar demasiado, por eso tuve que llevármela lejos. No podía jugarme al amor de mi vida.

—¿Pero qué estás diciendo? ¿De qué hombre hablas?

—No lo sé, no me dijo su nombre.

Sin saber cómo, el pobre perdedor sintió que ya no lo sujetaban. Los dos hombres que lo retenían y el que llevaba la espada se desplomaron en el suelo con cortes de una katana. A su espalda estaba de pie un hombre que miraba por debajo de su sombrero de paja.

—¿Quién eres? ¿Qué quieres de mí? —preguntó el manco despavorido.

—Quien soy no es importante. No tengo nombre, sólo una historia y una venganza.

Y así fue, como Mazushi Haisha hizo aquel día la apuesta más importante de su vida y ganó. Ese fue su día de suerte.

 

Escrito por: Luis A. R. Selgas.

Continua en el capítulo 3: Duelo en el camino.

     Te agradezco enormemente el tiempo que te has dejado aquí para leerme, y si crees que ha valido la pena incluso te lo agradezco un poquito más.

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