4. El llanto de Daigoro.


Otros relatos del samurái errante…

0. Poema errante.   

1. Muerte bajo el sol naciente. 2. La suerte de Mazushi Haisha.

3. Duelo en el camino

   El desconocido no puede permanecer impasible ante las lagrimas de un niño. Para evitar su sufrimiento, deberá poner a prueba todas sus habilidades al amparo de la sombras.

Libor I: El camino.

4. El llanto de Daigoro.

4 el llanto de daigoro

Japón, 1573. 1er año de la era Tenshō.

 

I

   Aquella tarde entró un joven guardia novato a las dependencias del capitán Mifume. Le dio un alarmante informe y la furia del superior fue tremenda.

—¿Cómo ha sucedido esto? —preguntó el capitán Mifume al joven guardia.

—Señor, he entrado en la habitación y he encontrado el cuerpo sin vida del guardia Akamaru, tal como lo ve ahora —respondió Kudo Ichiro, chorreando agua sobre el suelo de madera—.  No he perdido tiempo en ir a buscarlo, señor.

—¿Y por qué está usted empapado, novato?

—Como le dije, he ido lo más rápido que pude. Tuve que cruzar el patio para cortar camino, señor.

Cinco días habían pasado desde que comenzó a llover en aquellas regiones apartadas de la capital. Un tiempo inclemente que no daba la impresión de mejorar pronto. El Capitán analizaba la escena con atención absoluta a cada detalle. Las circunstancias que llevaran a la muerte de un hombre en el interior de la casa de la guardia, debían ser estudiadas con cuidado. El cuerpo de Akamaru permanecía aún sentado a la mesa, con la cabeza hundida en el interior de un plato de sopa. No había señales de violencia, ni en el cuerpo, ni en la sala.

—Y según me dice nadie ha visto nada.

—Señor, Akamaru era el único hombre que estaba comiendo ahora mismo
—contestó el ayudante personal del capitán, Miho Toshio—. La mayoría de los hombres están haciendo ronda en el poblado. Quedan doce hombres en la casa. Cinco hacen guardia en el piso de arriba, dos están en la puerta principal y los otros están descansando.

—¿Y cómo encontró el cuerpo? —preguntó Mifume a Ichiro.

—Vine a buscarlo, por si le apetecía jugar con nosotros a las cartas.

—Da la impresión de que ha muerto de alguna especie de ataque —agregó Toshio—. Recuerde que fue el que más tiempo pasó de guardia en la puerta, bajo la lluvia.

Mifume no confiaba del todo en esa conclusión. Motivo por el cual mandó a llamar al médico del poblado. Después de examinar el cadáver informó que la causa de la muerte había sido un paro respiratorio. El Capitán se dio por satisfecho y mandó a enterrar el cuerpo. Después de todo, no había ningún indicio que hiciera pensar en otra posibilidad. Lo único que importaba es que no ocasionara molestias al invitado.

Sólo el guardia Ichiro se fijó en un pequeño rasguño en el cuello de Akamaru. Pero si ni el Capitán, ni el médico le dieron importancia, no debía representar problema en absoluto.


II

Cinco días antes.

   Un desconocido errante llegaba al poblado desde el camino de bosque. El cielo prometía tormenta y él necesitaba descanso. Sus pies habían recorrido un largo camino, su cuerpo le pedía dormir un poco y su estómago reclamaba por algo de comer. La suerte estaba de su parte al encontrar a una anciana vendiendo manzanas. Compró una y siguió adelante.

Al entrar al pueblo las miradas le seguían, junto a los murmullos de rostros con expresión de sospecha. El samurái no prestó atención a eso, nunca lo había hecho en su viaje, ni nunca lo haría. A lo que sí atendió fue al llanto de un niño, sentado frente a la puerta de una enorme casa. “¿Estás herido? —preguntó el caminante.” A lo que el infante respondió negando con la cabeza sin dejar de sollozar. “¿Tienes hambre?
—volvió a preguntar, y esta vez el niño no contestó.” El guerrero le ofreció su manzana diciéndole: “Vuelve a casa, se acerca tormenta”.

Un viejo posadero observó desde su local como el hombre se aproximaba y se sentaba frente suyo. Le pidió un plato de fideos y se los comió con gusto.

—¿A qué viene a nuestro pueblo, samurái? —quiso saber el viejo.

—Normalmente le diría que no es asunto suyo, pero hoy necesito información —respondió el samurái—. Vengo tras la pista de dos bandidos que, asaltaron un carro con pasajeros al sur de aquí.

—¿Quién iba en el carro?

—Eso no tiene importancia. Lo que quiero saber es, si ha llegado algún forastero al pueblo en los últimos días.

—Usted es el único desconocido que he visto en diez días. Sin embargo hay rumores.

—¿De qué rumores se trata?

—La gente dice que en la casa de la guardia, se refugia un misterioso invitado. Nada que ver con su pareja de bandidos, pero a uno le hace pensar. —El samurái se giró y vio las grandes puertas de la casa de la guardia, y al niño comiéndose la manzana, sentado contra su pared.

—Me imagino lo que piensa, anciano. Y le diría que la gente habla demasiado.

—¿Acaso no es verdad que allá en Kioto, el Shogun Ashikaga[1] ha sido expulsado por Oda Nobunaga[2]? ¿No es cierto que han quemado media ciudad para encontrarlo, después de que haya huido? ¿Acaso no podría haber escapado para refugiarse en algún lugar donde aún le profesasen lealtad? —se preguntó el posadero—. Yo no sé si es cierto, pero es lo que la gente cuenta.

[1] Ashikaga Yoshiaki: fue el decimoquinto y último Shogun del shogunato Ashikaga. Fue expulsado de Kioto, aunque mantendría posición de forma nominal hasta 1588.

[2] Oda Nobunaga: fue un destacado daimyo del período Sengoku. Llegó a tener más poder que el Shogun.

El samurái siguió comiendo sus fideos, y decidió que debía seguir su camino. Pero antes descansaría hasta que la venidera lluvia hubiese pasado. Reposaría en la posada frente a la casa donde se ocultaba tan misterioso invitado.

El pequeño niño tiró los restos de la manzana al suelo y entonces comenzó a llover.


III

Aquella noche.

    Miho Toshio no era hombre que perdiera el sueño con facilidad. Pero la repentina muerte de Akamaru lo había llevado a reflexionar sobre sus actos. Caminaba solo por los oscuros pasillos de la casa de la guardia, en busca de un vaso de agua que lo ayudase a conciliar el sueño. El romper de la lluvia al alcanzar tierra en el exterior lo tranquilizaba. Era lo único que evitaba que se sumiera en sus recuerdos, y que pensara en sus culpas y sus miedos. Era lo único que lo separaba de preocuparse por la existencia del infierno, y los castigos que esperaban allí a hombres como él.

Hacer lo que se le pedía era su trabajo. Había llevado a hombres a ser colgados sin preguntar jamás por su culpabilidad. Había firmado informes acusatorios sobre gente que nunca había realizado una mala acción. Había buscado mujeres de poca moral para sus superiores en más de una ocasión. Y a veces, si no encontraba a una de poca moral, una con moral debía servir. Si un superior se lo ordenaba, ¿quién era él para desobedecer? Él sólo cumplía órdenes. Igual que había hecho Akamaru, hace cuatro días, cuando golpeó a aquel estúpido niño. No podían permitir que nadie se plantara frente las puertas de la guardia, ni siquiera un niño llorón. Toshio lo había presenciado todo, incluso cuando la mujer de las manzanas se acercó para maldecirlos bajo la lluvia. Si Akamaru había muerto por patear a un niño, ¿qué podía esperar él por lo que había hecho hace sólo siete días?

Miho Toshio llegó al final del oscuro pasillo. Una sombra tan profunda que ni los ojos de un gato verían a través de ella. Se volvió para abrir la puerta del comedor, cuando una mano surgió del rincón y tiró de él. Sintió entonces como algo atravesaba su estómago. El cuerpo del ayudante del Capitán desapareció en la negrura.


IV

   Kudo Ichiro ascendía a toda prisa por las escaleras que llevaban al segundo piso de la casa de la guardia, para dar la alarma al Capitán Mifume. Abrió la puerta corredera que daba al pasillo principal, y corrió hasta la entrada del gran salón. Allí estaba el Capitán, junto a cinco hombres, de guardia ante los aposentos del invitado.

—Señor, es urgente. Los hombres han encontrado al ayudante Toshio asesinado —dijo el joven, casi sin respiración.

—¿Cómo que asesinado? —se alarmó el Capitán.

—Dos compañeros han escuchado un ruido en el pasillo y cuando han salido a comprobarlo han encontrado a Toshio clavado a la pared, con un yari[3] atravesando su cuerpo de lado a lado. Yo he venido inmediatamente a avisarle.

[3] Yari: Lanza larga usada por los soldados japoneses.

—Esto es inaudito, tenemos un intruso. ¿Algo más que deba saber?

— Tenía clavada una nota.

—¿Qué ponía esa nota?

—Exactamente decía: “Vengo en su busca”

—No debemos permitir que llegue hasta nuestro invitado —dijo Mifume furioso—. La única forma de llegar hasta aquí es subiendo por las escaleras. Por tanto el intruso seguirá en la planta inferior. —El capitán tomó una determinación—. Ichiro, quédese aquí con otro guardia. Yo apostaré a un hombre en las escaleras y el resto se vendrán conmigo a buscar al asesino —ordenó—. El invitado es nuestra máxima prioridad. Defiendan esta puerta con la vida, si es necesario.

—Sí, señor —respondió Ichiro mientras veía al capitán alejarse.

El joven se quedó plantado frente la puerta vigilando su objetivo. El invitado, aquel hombre que podría ser el mismísimo Shogun. El que hubiera escrito la nota deseaba con ansia atravesar esa puerta, pero debía estar preparado para asumir las consecuencias. Un crujido llamó la atención de Ichiro, se volvió buscando su origen. El sonido provenía del techo.


V

Tres días antes.

   El barro de las calles inundaba todo el pueblo. Los habitantes se guarnecían bajos sus techos, y únicamente salían si era absolutamente necesario. Sólo tres figuras se atrevían a aguantar las inclemencias del cielo que caía sobre ellos, un joven guardia que vigilaba la entrada con obediencia, un niño que lloraba en el suelo con un llanto apenas audible y un desconocido que se acercaba a ellos con paso firme y una katana en la cintura.

El samurái se agachó y tomó al niño entre sus brazos. La respiración del pequeño era débil, pero usaba sus pocas fuerzas para seguir llorando. Incluso ahora que, las lágrimas ya no brotaban más de sus ojos el cielo parecía haber tomado el relevo. En su delicada mano sostenía una pulsera de cuentas. El guerrero levantó el rostro para cruzar su mirada con el guardia. En la expresión del hombre parecía haber preocupación por el niño.

—Intenté que se fuera; pero no hubo manera. Yo no le hice daño. —El samurái asintió, el anciano posadero le contó como el otro guardia había golpeado al crío unos días atrás. Se levantó con el niño, lo protegió de la lluvia y  lo llevó bajo techo.

El samurái sin nombre entró en la posada. Pidió un lugar donde acostar al pequeño y algo caliente que darle de comer. El anciano lo metió entre las sabanas y fue en busca de un plato de sopa, mientras seguían escuchándose los suaves sollozos que cortaban su respiración.

—Es inútil hacer nada por él —dijo el viejo—. Ya lo he llevado a su casa dos veces y sigue volviendo a llorar frente a las puertas de la guardia. Esta vez puede que se recupere; pero en su estado, si vuelve a salir a la intemperie, no cabe duda de que morirá. Es un terco este pequeño.

—¿Por qué llora el niño? ¿Por qué  vuelve ante las puertas de la guardia cada vez? —preguntó el guerrero.

—Le explicaré una cosa que espero no le cuente a nadie —confesó el posadero—. Entienda que si se sabe que voy hablando por allí, me puede traer problemas.

El samurái asintió en silencio.

—Cada vez que el Capitán tiene invitados, es habitual que les busque algo de compañía femenina. Normalmente les trae prostitutas; pero cuando no hay ninguna, obliga a mujeres del pueblo a satisfacerlos. —El viejo observó la pulsera que sujetaba el niño con las pocas fuerzas que tenía—. Su madre tiene la desgracia de ser de las mujeres más hermosas de la zona. Llevaba puesta esa pulsera de cuentas cuando se la llevaron, ya hace cuatro días. Él no ha dejado de llorar desde entonces, a las puertas de la guardia, a espera de que la liberen.

—Y el padre.

—Murió el año pasado de fiebre. No tiene a nadie que cuide de él.

—Ni que reclame por su madre.

—Yo mismo reclamé, cuando el ayudante del Capitán se la llevaba a rastras; y lo que me gané fueron unos azotes. La gente no sabe qué hacer, cuando los que se supone que deben protegerles usan su poder para oprimirlos. —Las lágrimas asomaron en los ojos del viejo.

El samurái suspiró con resignación. Había pensado que descansaría mientras la tormenta arreciara, limpiando la sangre que había dejado en su camino. Pensó  que el furor de los truenos le ofrecerían reposo al menos un día más. Se equivocaba. Si el ser humano no descansaba en sus atrocidades, él tampoco podría hacerlo. Ese era el trato que había sellado con su difunta amada.

—Te prometo que traeré aquí a tu madre, tan sana como pueda hacerlo
—declamó el samurái frente al infante—. Tú debes aguantar, debes seguir llorando. Pues mientras lo hagas tendrás fuerzas para seguir adelante.

El guerrero observó la pulsera de cuentas que el pequeño no soltaba. La misma que tenía puesta la madre cuando se la llevaron. En aquel momento sabía que un guardia solitario cubría la puerta principal. Quizás hubiese una posibilidad. Quizás podría cumplir la promesa hecha a…

—Daigoro —dijo el posadero.

—¿Cómo dices?

—El niño se llama Daigoro.

El samurái se dirigió nuevamente al pequeño.

—Haré que se escuche tu llanto, Daigoro.


VI

Aquella noche.

   En el interior del gran salón de la casa de la guardia se encontraban tres personas ante la mesa. A la izquierda un guardaespaldas, a la derecha una mujer maltratada, en el centro el invitado.

Un trueno explotó en el cielo enmudeciendo el ruido de  la puerta al abrirse. Al otro lado había un hombre vestido de amarillo, limpiando el filo de una ensangrentada katana antes de devolverla a la saya. El guardaespaldas cambió su posición, a una postura de defensa, sin llegar a ponerse de pie. El samurái sin nombre comenzó a avanzar hacia ellos por la enorme habitación.

—¿Quién eres y a qué vienes? —gritó el invitado.

—Quien soy no es importante. Sólo importa que he venido en su busca.

—Así que el clan Oda ha enviado a un asesino a buscarme. Al menos sabes quién soy, ¿verdad?

—Quien sois no podría importarme menos. Y por muy importante que os creáis, a quien busco es a la mujer que retenéis contra su voluntad.

—¿Quieres que crea que no tienes nada que ver con Oda Nobunaga y sus asesinos?

—Oda es un hombre sediento de poder. Su pretensión de unificar al país entero no me interesa. Destruye a los daimyos para colocar en su lugar a hombres igual de sangrientos, pero que le sean leales. Eso no es unificar, es oprimir.

El guardaespaldas se puso en pie. Desenvainó la katana y atacó al samurái. El guerrero paró el sablazo con una espada corta, adelantó su pierna por delante del cuerpo del guardián y con un golpe en la parte posterior lo hizo caer de rodillas. Su contrincante no se enteró de lo que había pasado antes de ser degollado por la hoja del guerrero.

—Si no estás de acuerdo con Nobunaga, deberías estar del lado del Shogun
—dijo el invitado mientras retrocedía arrastrándose.

—El Shogun no fue más que una marioneta en manos de Oda durante años. Y él lo permitió hasta que sus intereses se vieron afectados. La ciudad de Kioto fue incendiada  mientras huía sin que le importara lo más mínimo. Yo no estoy del lado de un hombre así.

El invitado chocó su espalda contra la pared y el pánico lo dominó. No tenía salida.

—Pero yo no soy el Shogun. Sólo fui uno de sus consejeros.

—Lo sé. No iba a mataros por quien sois. Voy a mataros por lo que le habéis hecho a esta pobre mujer y a su hijo. —El guerrero soltó la aguja que sujetaba su coleta. La misma aguja envenenada que había sesgado tantas vidas anteriormente—. Voy a contaros una historia, consejero, y después vais a morir.

—Hoy no contaras nada, asesino —escuchó una voz a su espalda—. Depón  todas tus armas y pon las manos donde pueda verlas.

El que hablaba era el Capitán Mifume, acompañado de siete de sus hombres. Dos de los guardias apuntaban al samurái con arcabuces. Las mechas ardían preparadas para disparar. El samurái se giró lentamente viéndose ampliamente superado.

—No quiero dañar a los soldados. Os pido encarecidamente que os marchéis o no saldréis con vida —pidió el guerrero.

—No entiendo como un mísero vagabundo ha podido entrar en mi casa, matado a mis hombres mientras se ocultaba y luego asesinado a los guardias que aposté ante la escalera y las puertas para proteger a mi invitado, sin que nadie haya podido detenerlo —protestó Mifume—. No lo comprendo, pero pagarás por ello.

—No se preocupe —dijo el samurái con una pulsera en la mano—. Lo entenderá.

El filo de una espada apareció a la espalda de Mifume y rodeo su cuello.

—Dígale a los hombres que bajen las armas, Capitán —dijo Kudo Ichiro.


VII

   Entonces fue cuando las cosas se pusieron feas. Los cinco guardias armados con katanas, se volvieron hacia Ichiro para proteger al Capitán, mientras los otros dos siguieron apuntando al samurái con los fusiles. Uno de ellos disparó soltando una nube de humo dentro del gran salón. El guerrero se protegió tras una columna de madera que se astilló ante el devastador choque del proyectil. Mientras decidía que plan de acción seguir miró de reojo al joven novato, arriesgando su vida al otro lado del salón. Había servido muy bien a su plan, y siempre supo que podía contar con él.

La madre había sido retenida llevando la pulsera de cuentas, por tanto, si Daigoro la tenía consigo, era porque algún guardia se había apiadado de la madre y se la había hecho llegar. Un acto así le daba fuerzas a un niño para seguir resistiendo. Por eso, cuando el samurái vio al solitario guardia bajo la lluvia tres días atrás, se acercó a él y le propuso un plan para ayudarlos.

El guerrero sin nombre salió de la columna por el lado de la nube de humo, cogiendo por sorpresa al otro fusilero. Atrapó el cañón con una mano, y cuando el hombre disparó, apartó su cuerpo a la velocidad del rayo. Uno de los guardias cayó muerto al otro lado de la sala. El samurái golpeó a los dos fusileros con la culata de su arma y los dejó fuera de combate.

Mientras el desconocido se defendía, Ichiro no perdía de vista al invitado que, se arrastraba detrás de la gran mesa. Sus manos sudaban ante la presión del momento. Mifume forcejeaba y un hilillo de sangre corría por su cuello.

—Así que el maldito novato —acusó el Capitán—. ¿Sabes que serás ejecutado por esto?

—Justo después de usted, cuando el nuevo gobierno sepa que le dio asilo a un consejero de Ashikaga —contestó el joven.

—Yo al menos creo en algo, y defiendo mis ideas.

—Yo también tengo mis convicciones, aunque no las comparto con usted. —El novato recordó sus ideales y como lo habían traído a esta situación. Recordó como aceptó la propuesta del samurái; el momento en que lo ayudó a entrar por un ventanal cercano al comedor, y como tuvieron que matar a Akamaru con la aguja envenenada para que no se diera cuenta; como se empapó en el patio central para cubrir las huellas del guerrero al esconderse; como había esperado hasta la noche para matar al ayudante, y así crear la distracción perfecta para que el samurái atacara. Era verdad que el joven tenía ideales, y había arriesgado mucho para llegar hasta allí.

Ichiro vio como el invitado recogía la katana del guardaespaldas. Esa distracción sirvió a Mifume para empujarlo y soltarse de su presa. Los cuatro guardias y el Capitán estaban a punto de abalanzarse sobre él cuando apareció el guerrero para romper su formación. Los ojos del samurái sin nombre reflejaron la falta de miedo por la muerte, y esa imagen hizo que uno de los soldados no contuviera la necesidad de huir.

—Detén al invitado, yo me ocupo de éstos —dijo el samurái. Ichiro asintió.

Sin que apenas tuvieran tiempo a reaccionar, uno de los soldados ya tenía la cabeza empotrada en una columna de madera. El guerrero paró el ataque de dos de sus enemigos con la katana y la espada corta. Le dio un rodillazo a uno que se dobló de dolor, para luego recibir una patada en la cabeza que lo sumiría en la inconciencia. Se giró y pudo ver como el joven forcejeaba en el suelo con el invitado para quitarle el arma. Entonces el Capitán empujó al último guardia que le quedaba para que se enfrentase al intruso. El samurái aprovechó el impulso, cogió al soldado por los hombros, apoyó su espalda en el suelo, y usando su pierna como catapulta lo lanzó por la ventana. El soldado cayó sobre las empapadas tejas, y ya se veía como intentaba bajar a la calle, en lugar de volver a cumplir su deber.

Mifume levantó su espada, y sintió como una potente tenaza le apretó el brazo de repente, era la mano del samurái que había aparecido en un instante. La presión fue tal que le hizo soltar el arma. El miedo recorrió el cuerpo del Capitán cuando vio al novato levantándose del suelo, al otro lado del gran salón. Ya no quedaba nadie más, Mifume estaba solo. Sin saber cómo, el dolor que sentía en el brazo comenzó a desaparecer, se sentía físicamente relajado, pero el temor seguía envolviendo su mente. En su pecho vio clavada una aguja. Escuchó como el samurái sin nombre le contaba una historia. La historia de un guerrero que había luchado con valor, siempre con el deseo de volver a su hogar con la mujer que amaba. Le explicó como se la habían arrebatado, igual que él pretendía arrebatarle su madre a Daigoro. El niño que luchó con su llanto, para salvar el alma de su madre. Y el samurái no podía permitir que ese llanto cayera en el olvido. Él lloraría su muerte con la katana y lágrimas de sangre y ella lo estaría esperando ansiosa desde el otro lado, ese era el trato con su amada. Mifume entró en un estado que duró un instante, en que lo comprendió todo; luego murió.

El joven se acercó al samurái, ayudando a la madre del niño que, lloraba agradecida.

—Daigoro la espera, ya no ha de llorar más —dijo el guerrero secando las lágrimas de la mujer.

En la posada, frente a la casa de la guardia, un niño dejó de llorar. Entonces cesó la lluvia.


VIII

Dos días después.

   En un callejón oscuro de una pequeña ciudad, dos hombres esperaban inquietos la llegada de un paquete. Una sombra se acercó a ellos y les extendió la mano para entregarles un sobre.

—No ha sido nada fácil obtener esta información. Más vale que se lo digáis a mi padre —dijo la sombra.

—No te preocupes, él lo sabrá. ¿Qué has podido descubrir?

—Al salir de Kioto, el Shogun Ashikaga y sus consejeros se separaron en transportes similares, y se han refugiado en diferentes lugares donde aún le profesan lealtad. Han difundido los rumores de su presencia para que sirvan de señuelo a posibles asesinos. En el sobre está la ubicación del primer paradero del verdadero Shogun. Es muy probable que ya se haya marchado, pero es un punto de partida. Me lo dijo el propio consejero.

—Increíble —dijo uno de los hombres—. ¿Cómo lo has logrado?

—Hacerme pasar por un recluta de la guardia fue lo más fácil. Pero a nadie se le permitía acercarse al consejero. Fue una suerte que llegara al pueblo un samurái que a nadie decía su nombre.

—¿No sería…?

—Precisamente. El samurái que tantos rumores está levantando. El guerrero desconocido que no permite que un inocente sea dañado.

—¿Y qué hiciste?

—Hacer que el niño llorara. El pequeño no hubiese tenido fuerzas para continuar si no le hubiese entregado la pulsera de su madre. La esperanza es un arma muy poderosa.

»A partir de allí, sólo debía esperar a que él, se apiadara de su situación. Aunque no me hubiese pedido ayuda, era cuestión de tiempo que saliese en rescate de la mujer.  En ese momento lo ayudaría y podría entrar a hablar con el consejero.

»Por suerte para nosotros, el samurái me hizo todo mucho más fácil —concluyó la sombra.

—Debemos entregar esta información. Le estamos muy agradecidos.

Los dos hombres se encaminaron hacia la luz y desaparecieron en una esquina. Un silbido metálico precedió a dos golpes secos. Entonces una figura vestida con kimono amarillo entró al callejón envainando una brillante katana. La sombra retrocedió hasta una zona más iluminada mostrando su rostro.

—No me gustan los juegos de intrigas, joven amigo —dijo el samurái —. Pero si me obligan a jugar, te aseguro que no perderé fácilmente.

—¿Vas a matarme? —preguntó Ichiro.

—Llevaba más de diez días siguiendo la pista a esos dos. Quemaron un carro de pasajeros y mataron a sus ocupantes. Supongo que sería otro señuelo del Shogun, y que lo hicieron por orden de Oda Nobunaga. ¿Estoy en lo correcto?

—Correcto.

—Y si sólo fuesen juegos de intrigas no me metería. Pero el conductor era padre de familia y sin saber lo que transportaba, también fue asesinado. —El samurái acercó una daga a la luz.

—Repito mi pregunta. ¿Vas a matarme?

—Eres joven y has intentado manipularme. Pero yo no mato porque sí. —El guerrero hizo un rápido movimiento con la cuchilla. Ichiro notó como la sangre comenzaba a brotar de su mejilla, por un corte profundo y sin embargo indoloro—. Pero si por una decisión que tomes, en tu maldito juego de intrigas, muere un solo inocente, ten por seguro que te contaré una historia que no te gustaría escuchar. —Metió el arma en el kimono.

El guerrero sin nombre comenzó a andar hacia la luz, sabiendo bien que acababa de hacerse un peligroso enemigo.

—Toma buenas decisiones Ichiro. O haré que tu llanto sea escuchado —dijo el samurái —. Saluda a tu padre. Mis recuerdos a Oda Nobunaga.

El guerrero se desvaneció entre la luz y la sombra, allí donde había estado siempre.

Escrito por: Luis A. R. Selgas.

Continua en el capítulo 5: El murmullo de las rocas.

   Te agradezco enormemente el tiempo que te has dejado aquí para leerme, y si crees que ha valido la pena incluso te lo agradezco un poquito más.

Anuncio publicitario

3 comentarios en “4. El llanto de Daigoro.

Deja una respuesta

Introduce tus datos o haz clic en un icono para iniciar sesión:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s