En memoria


en memoria

Mi madre me enseñó a llegar siempre tarde a las citas. No lo hizo a propósito, solo era una mala costumbre que trasladó a su hijo. Ella siempre llegaba tarde, hoy lo hacía yo, al hospital, el día que ella iba a morir. Supongo que me perdonaría, ella llegaba tarde a su propia muerte tres años. ¿Qué podían importar un par de horas más?

Mientras conducía, las sombras que proyectaban lo juncos sobre mi coche me hipnotizaban con sus destellos de luz discontinua pasando a toda velocidad ante mis ojos. Casi parecían los barrotes de una jaula. El teléfono, que estaba tirado en el asiento del acompañante, sonó por enésima vez. En la pantalla, la imagen de mi hermano reprochaba mi ausencia. Me esperaban en el hospital, para dar el último adiós a ese cascarón de carne y hueso, últimamente más huesos que carne, que una vez fue nuestra madre. ¿Acaso pensaba que a ella le iba a importar donde estuviera cuando dejará de respirar? No atendí, si llegaba o no a tiempo era solo problema mío. Ella no estaba allí, por mucho que a ellos les costase aceptarlo. Y tampoco había estado allí desde hace mucho tiempo, tres o cuatro años quizás. Cuando su memoria fue degenerando poco a poco. Al principio solo repetía una y otra vez las mismas historias. Poco después se sucedieron los olvidos. Que dónde me he dejado las llaves, que donde he dejado la sartén. Con el tiempo su mirada perdida nos anunció que cada vez estaba menos con nosotros y más en otra parte. Hasta que al final dejó de reconocernos y se sentía una extraña, quieta en el tiempo ante un instante que jamás termina. Lo peor del final es que no es para nada el final, ya que sobreviene la nada. Una persona sin recuerdos ni mente, que solo es persona porque una vez fue persona. ¿Y qué somos las personas entonces?, me pregunto, si la fragilidad de nuestro cerebro se lleva los únicos vestigios de nuestra existencia. Ella no recordará jamás nuestros logros ni fracasos, tampoco las alegrías que sentimos, ni los disgustos que le di y le di muchos. No, mi madre no está en esa cama de hospital.

Aparqué el coche detrás de una furgoneta blanca. Me bajé y caminé sobre las baldosas rojas, más viejas y desgastadas de lo que recordaba. Toqué el muro rebosado de piedrecitas grises y me trasladó a mi niñez, cuando ese muro era mucho más alto, o al menos lo parecía. Mi teléfono volvió a sonar. Lo sé hermano, llego tarde; pero eso fue lo que nos enseñó mamá. Me acerqué a la puerta de esa casa que ella no recordará y golpeé. Mis ojos se perdieron en una grieta de la madera que me parecía familiar, sé que la hice yo, pero no recuerdo como. Las imágenes se desvanecen, quizás un día estaré en el mismo lugar en el que ha pasado tanto tiempo mi madre, en cualquier sitio menos en ella misma.

Y es que las personas no estamos en el amasijo de carne que nos compone. Tampoco estamos en el cerebro, es demasiado frágil, mi madre es la prueba de ello. Yo creo que somos algo más. Y no, no soy religioso, no creo en el alma ni en la conciencia que trasciende al ser humano, tampoco creo que estemos en el espíritu.

Una mujer joven abrió la puerta.

—Perdone la molestia, sé que le parecerá algo extraño, pero yo viví mucho tiempo en esta casa.

Le expliqué que mi madre se moría, que había padecido de Alzheimer durante muchos años, que los últimos tres no había sido más que un vegetal babeante sobre una cama. Le conté que me críe en esa casa, que ella preparaba galletas en esa cocina, que nos perseguía escaleras arriba cuando habíamos hecho alguna trastada. También que me arropaba por las noches en ese cuarto donde hoy tenía un estudio. La mujer lo entendió, me dejó solo un rato.

Recibí un mensaje de texto de mi hermano. Mi madre dejó de respirar a las 12:37. Llegó al menos tres años tarde a su propia muerte. Miré por la ventana de la que una vez fue mi habitación, no estuve junto a su cuerpo cuando ocurrió; pero ella tampoco estaba allí. Ella está en los recuerdos que la conforman, en los lugares donde vivió, en nosotros mismos mientras la recordemos.

Cuando mi madre llegó por fin a su cita yo estaba junto a ella.

Dedicado a Elba Camps, sus dientes de perla, sus labios de rubí.

Escrito por: Luis A.R. Selgas

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6 comentarios en “En memoria

    • Hola Maria. Perdona, pensé que ya te había respondido.
      Es la primera vez que me baso en algo tan real para una de mis historias. Que en realidad sigue siendo una historia, pues no sucedió así, ni tampoco era mi madre. En verdad fue mi abuela la que se perdió en ese limbo. O más bien nos perdimos nosotros de ella. Los sentimientos si que son muy reales, lo mismo que mi reflexión. Aunque a mi sí me habría gustado estar cerca en ese momento, pero un oseano entero nos separaba.
      Bueno el resultado viene a ser el mismo, yo no estaba allí, pero supongo que ella tampoco. De allí debe venir el qué de mi historia.
      Gracias por el abrazo y gracias por escucharme (leerme) un rato. Otro abrazo para ti y para las palabras que no se atreven a salir. Están allí, que es lo importante.

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    • Muchas gracias Alois. Hay mitad y mitad, supongo que como en todo lo que se escribe, que se pone un poquito de nosotros dentro. En este caso hay más que un poquito, pues es algo que sí que viví. No pasó así, pero el sentimiento es el mismo.

      Un saludo y nos leemos.

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  1. Luis, qué historia más triste – no solo por lo que cuentas sino por la parte de verdad que hay en ella- y qué bien contada. Has logrado sorprenderme porque, mientras leía, pensaba que te dirigías al hospital, cuando en realidad ibas a tu antigua casa, al lugar donde compartiste los momentos con ella. Historia triste sí, pero con un final de unión con la persona querida en el lugar donde te sentías más cerca de ella. Es un relato muy bello.

    Enhorabuena y mucho ánimo

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